En la siguiente columna, concebida especialmente para Pliego Suelto, el escritor y docente Juan José Rastrollo (Elche, 1968) reflexiona sobre las distintas aristas conceptuales y temáticas que nutren su nuevo libro: Ventanas y mentiras (Ed. Frutos del Tiempo, 2022), una colección de relatos donde un sujeto observador, voyeur y solitario, proyecta una mirada caleidoscópica de la realidad a través del espectáculo de las ventanas de los edificios circundantes.
Se suele decir que escribir es una labor vana e imposible porque las palabras son incapaces de expresar el milagro de la vida, aun así, seguimos copando las librerías de nuevos volúmenes porque tenemos la necesidad de expresar obsesiones. Y es que, en definitiva, todo libro procede de un entusiasmo (o de una desolación).
En el caso de Ventanas y mentiras, compilación de veintidós relatos que por fin ha visto la luz de la mano de la editorial Frutos del tiempo, cada una de sus historias se ha ido gestando desde una singular obsesión que, como escritor y como persona, siempre me ha hostigado:
¿Actuar la vida es la única forma de vivirla? ¿Y acaso por eso, por ser representada, es menos verdadera o real? Y de esa misma catadura deriva otra: el eterno debate literario acerca de si puede haber gran literatura si no hay delirantes experiencias vitales que contar.
Mi respuesta es que sí: puede haber gran literatura nutrida de irrealidad y fingimiento. ¡Y de sueños! Pues considero que la literatura no debe ser solo “documento”, sino también sueño.
Y no lo digo solo yo, el mismo Borges al comentar sus relatos apuntaba que la materia de los mismos eran los sueños, que al fin y al cabo estaban hechos de la misma materia que la realidad.
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En este sentido (y salvando las distancias), como en algunos relatos de Kafka, Schulz, Cartarescu, Carver, Cheever, Vila-Matas o Pitol, esta colección de cuentos pretende ser un viaje onírico sin brújula a ninguna parte, a través del que he podido disfrutar, moviéndome (creo que con naturalidad) en el espacio de los sueños.
Por eso, cuando alguno de los ya lectores de Ventanas y mentiras me ha pedido que le explique un relato que no ha entendido, le respondo que yo no explico. No sé hacerlo. Y además, ¿qué iba a explicar?
Dicho esto, es de ley que aclare cuál fue el proceso de gestación del libro. Para mí, esta cuestión se halla directamente vinculada a la manoseada pregunta que se suele formular a todo escritor: ¿por qué escribes? Lo lógico es que, en cada ocasión, el tejedor de ficciones (o el poeta) responda algo diferente, dependiendo de la pulsión literaria que en ese momento ocupe su mente. Pero, incluso siendo así, siempre me alcanza la misma respuesta:
Escribo para conseguir la autoconciencia que exige la escritura.
Y así es, escribo para liberarme de una obsesión e intentar entenderla. Y aunque me considero un escritor que, cuando escribe, pierde el mapa y casi no interpreta la brújula, al menos siempre intento tener en mente la obsesión que me mueve a tal labor en esas circunstancias.
En estos momentos, por poner un ejemplo, me hallo pergeñando un proyecto literario, que de alguna manera relatará de forma testimonial la infancia perdida y cómo –con los años– el individuo va sufriendo una especie de aridez emocional, que todo lo corroe (hasta su alma).
Puedo dar fe de que en este caso escribo para liberarme de la infancia (de la obsesión por la misma). Y al mismo tiempo –como por carambola–, librarme del pasado y del agobio que siempre siento por no haber estado en mi pueblo durante el entierro de mi abuelo paterno.
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En el caso de Ventanas y mentiras, colección de narrativa breve donde las historias se mueven entre un tipo de personaje bartlebiano, observador, voyeur y solitario, que proyecta una mirada caleidoscópica de la realidad a través del espectáculo de las ventanas de los edificios de enfrente; y, por otro lado, otro tipo de personaje (más integrado en este mundo), que experimenta diferentes formas de simulación, paranoia, locura y mentira, ¿cuál fue la obsesión?
Habiendo escrito a lo largo de esta última década muchos relatos, ¿qué me ha llevado a agrupar estos veintidós relatos (y no otros) en un solo volumen? Lógicamente, un tema (“Míranos, bailamos tan mal”), una experiencia vital (“Kentias”), el personaje bartlebiano que anuncio (“Atrapando una sombra”), una expresión (“Lejía”), una analogía (“Hombre sobre fondo gris”)…
En definitiva, una obsesión que lo engloba todo: detrás de cada ventana hay una mentira (“La verdad nunca se esconde”).
Y es que, en Ventanas y mentiras, los personajes fisgonean a lo James Stewart en La ventana indiscreta en busca de una historia. Son, en su mayoría escritores que no escriben, pero salen a tomar paseos alucinados por la ciudad en busca de la inspiración que nunca llega.
Como en La vie, mode d’emploi, de Georges Perec, en cuyas ventanas el lector podía asomarse para descubrir el pasado y el presente de quienes habitaban esas cuatro paredes, en mi libro de relatos cristaliza la omnipresente imagen de la mirada diferente a través de las ventanas.
Porque, aunque no lo parezca, no miramos a través de las ventanas con los ojos sino con el pensamiento. Los personajes que aquí miran son un público inexpresivo, algo renuente debido a la distancia y la dificultad de entender aquello a lo que asisten y que no ven bien.
Desde el otro lado, los personajes vistos, actúan. Representan. Como en el magnífico libro de Sergio Chejfec, desarrollan una “experiencia dramática” como forma de vida, que no es menos real ni verdadera, aunque sea una actuación.
Yo diría que estas experiencias vitales necesitadas de vitalidad son incluso más intensas y delirantes, porque –desde su extrañeza– no están sumidas al yugo de la lógica ni a la razón cartesiana (“Isla de Färo”).
En este sentido, el relato “Ventanas iluminadas”, último de los textos que compuse para este libro, es programático, ya que el personaje, resarcido del sometimiento que imponen los sentidos –y sin correlatos objetivos de ningún tipo–, entra en una nueva dimensión llamada Estadía para por fin experimentar la epifanía de una mirada otra:
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Pero, además de paseos alucinados y paraísos irracionales, en Ventanas y mentiras hay historias aparentemente más convencionales, donde las parejas discuten hablando las mismas lenguas, pero lenguajes distintos (“Hotel con piscina” y “La mujer neurasténica y su lacónico interlocutor”).
No quiere decir que en estos otros relatos la comunicación entre personas sea imposible o inverificable, sino que un@ y otr@ hablan lenguas que conocen a medias. Y además, al mismo tiempo, intentan adaptar los mensajes de su interlocutor a su propio registro lingüístico en el intento fallido de comprenderse.
Es decir, un@ y otr@ –para intentar comprenderse y, en definitiva, amarse y convivir– se van traduciendo. Pero ya sabemos que las traducciones agotan y enervan, con lo cual la vida conyugal y el anclaje a la pareja se hacen insoportables y, consecuentemente, los personajes tienen que buscar vías de escape que, a veces, son las ventanas y las vidas ajenas (“La verdad nunca se esconde”).
Otras, la lectura evasiva, las incursiones hacia no lugares avistados desde el ángulo torcido de la ebriedad ( “Hermosa demencia”) o el viaje a ninguna parte de “Formentera”.