
Detalle cubierta «Cuántas cosas hemos visto desaparecer». Imagen: Tatiana Abellán
A través del siguiente artículo Eduardo Ruiz Sosa establece vasos comunicantes, diálogos y paralelismos entre la obra cumbre de Bioy Casares, La invención de Morel (1940), y la nueva novela de Miguel Serrano Larraz, Cuántas cosas hemos visto desaparecer (Candaya, 2020).
Miguel Serrano
«Desde hace mucho era posible afirmar
que ya no temíamos la muerte, en cuanto a la voz»
Adolfo Bioy Casares, La invención de Morel
A veces pasa que pensamos en el recuerdo como en una acumulación de objetos, emociones, reacciones físicas del cuerpo y sus sentidos: fisiología, máquinas, temperaturas, rostros, la ronquera de una voz, el peso de una mano, el dolor de un corte en la piel. Y sin embargo, no hay más que un relato, un hilo de palabras que atraviesan el tiempo mutando, modificándose unas a otras, descomponiéndose y a su vez recomponiendo un discurso, una conversación con lo ausente, con lo irremediablemente perdido que es el pasado.
Lo pensó así Bioy Casares cuando escribió La invención de Morel . O lo pensó Morel cuando confeccionó aquel ingenio mediante el cual podía preservar no los cuerpos, sino la ilusión del cuerpo, la ilusión de la presencia y la voz. Morel insistía en que lo que se conservaba era al individuo completo, con su esencia personal, y señalaba que, «Congregados los sentidos, surge el alma»: si las imágenes podían existir era porque algo semejante al alma podía moverlas. No eran vida, eso lo reconocía, pero como las imágenes carecían de autoconsciencia, no podían reconocerse como réplicas. La vida, parece que dice Morel, ha de reconocerse a sí misma.
Que el animal se reconozca a sí mismo es el primer paso para que reconozca la evidencia de su desaparición: porque sé que existo, ahora sé también que dejaré de existir. En algún momento, tal vez a lo largo de la infancia, uno se encuentra con esa revelación.
Es burda la experiencia cotidiana, casi siempre sin la posibilidad de elaborar un registro reflexivo a la par. Sin embargo, refrendamos la conclusión cuando al paso del tiempo volvemos a aquella escena (un ataúd en mitad de la sala de la casa familiar, por ejemplo, el pañuelo rojo atando la mandíbula abierta de la apoplejía, tal vez, el rostro desfigurado por las luces de la calle después del atropello, todo eso) y al volver reconocemos ese instante como el episodio decisivo del severo proceso de la autoconsciencia.
No es severo por el saber de la muerte, sino porque entonces empezamos de verdad a ser conscientes de los otros.
Imagino a Morel, soñando con la inmortalidad de aquellas imágenes traídas, literalmente, por las mareas, empecinado en el deseo de que algo cambie en medio de la quietud de la reproducción. El recuerdo, en cambio, que no es reproducción ni duplicidad del pasado, muta con el tiempo: no es un museo de piezas ordenadas, como proponían los manuales mnemotécnicos, sino esa marea cambiante, informe a veces, que ordenamos de forma diferente cada vez que necesitamos el relato.
Si Morel inventó aquella máquina que logró, finalmente, desquiciar al Fugitivo en la abandonada isla de Villings, fue porque llegó a la conclusión de que los esfuerzos por la inmortalidad estaban condicionados por la necesidad del cuerpo, de ser un cuerpo, de tener un cuerpo, el nuestro y el de los otros.
Dice, casi de forma profética, el Fugitivo, muy al principio del texto: «Creo que perdemos la inmortalidad porque la resistencia a la muerte no ha evolucionado; sus perfeccionamientos insisten en la primera idea, rudimentaria: retener vivo todo el cuerpo. Solo habría que buscar la conservación de lo que interesa a la conciencia».
Ahí empieza, en las primeras páginas de mi recuerdo de aquella lectura, el encuentro de Bioy con la invención de Miguel.
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En 1940, en Buenos Aires, Bioy Casares publicó, en la editorial Losada, La invención de Morel. Ahora, 80 años después, Miguel Serrano Larraz publica en Candaya Cuántas cosas hemos visto desaparecer. Si encuentro un lazo entre estos dos libros es porque cada uno propone dos de los mitos más vastos de la cultura: la inmortalidad, en el caso de Bioy; viajar en el tiempo, en el caso de Miguel Serrano.
Creo que ambos mitos perviven porque su hondura es mayor que la dificultad humana o técnica: ya sea la vida eterna, ya sea volver al pasado, con todas sus argucias maquinarias o toda su imaginación fantástica, ambos mitos, casi como ningún otro, entrañan dos de las emociones más complejas que sentimos: el deseo y la culpa.
Y podríamos decir que ambos son, en esencia, los temas de cada libro, respectivamente, sino fuera porque Miguel Serrano construye su novela (al parecer) sobre los dos fenómenos, ligándolos, además, con la muerte y con el tiempo.
Las protagonistas del relato, Sonia (una especie de Fugitiva) y Berta (una especie de Morel), son dos amigas que comparten, en un pueblo del Pirineo (una especie de isla de Villings), la infancia, la adolescencia y los primeros estertores de la vida adulta. Sonia, como el Fugitivo, es asediada por la muerte (en su caso como una obsesión o un terror mental). Y Berta, como Morel pero en una forma diferente, está obsesionada con el tiempo y, sobre todo, con la posibilidad de viajar al pasado (se hace hincapié, más que en el viaje al futuro, en el viaje al pasado).
Pero Miguel Serrano no reproduce en ninguna manera La invención de Morel, ni yo lo leo como una reescritura de la novela de Bioy: lo que el autor zaragozano logra en este libro, con su personalidad y con su impronta reconocible, es abordar aquello que une a las dos mujeres: no el proyecto enloquecido de la construcción de una máquina del tiempo (no es la de Miguel una novela de ciencia ficción), sino la necesidad de ese regreso, de esa recuperación, de la reconstrucción de un mundo perdido que nos hace lo que hoy somos y que, en algún momento, se torció de una forma tan sutil que no pudimos anticipar y que nos tiene, en el presente (o las tiene, a Sonia y a Berta), habitados por un fantasma común, sin nombre, sin rostro, pero lleno de cuerpo, pesado, capaz de trastocar el camino que, y esto es sumamente importante, ese mismo fantasma nos fue trazando desde algún recodo (casi) olvidado de nuestras vidas.
Acaso, y no en todos los sentidos, puedo ver la imposible conversación de viva voz entre el Fugitivo y Morel encarnada en los personajes de Cuántas cosas hemos visto desaparecer: las obsesiones compartidas, los deseos interminados, el miedo y la culpa. Pero Sonia y Berta son «personas literarias», no figuras que cumplen un destino prescrito, sino dos mujeres asoladas que salieron de la isla, regresaron al mundo, siguieron viviendo, perseguidas por la idea de la máquina, por la idea de la necesidad de la máquina, a lo largo de las experiencias de la adolescencia, de la vida de estudiantes universitarias, de la zozobra adulta.
Quizá, pensando en aquel lugar común que llamamos «la primera juventud», la lectura de esta novela de Miguel Serrano me ha hecho pensar en un lapso menos frecuentemente usado, el de «la primera madurez», y en todos los eventos que me han traído hasta este punto concreto: ¿qué sutil paradoja, indistinguible en su momento, me arrojó a este presente?
Son muchísimos los libros que nos hacen tambalear intensamente durante la juventud, esa idealización de ciertos preceptos heredados. ¿Cuántos libros nos han hecho tambalear en la edad adulta no porque los asuntos que abordan sean escabrosos en su superficie sino porque se hunden en nosotros, en aquello que creímos que el futuro debería ser?
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Cuántas cosas hemos visto desaparecer plantea la idea de viajar en el tiempo tal y como Bioy Casares plantea la idea de la vida eterna en La invención de Morel: si en la obra del autor argentino el problema de la preservación de la vida es la necedad de conservar el cuerpo y propone solamente conservar la memoria, Miguel Serrano formula, a través de Berta, que el viaje en el tiempo es un traslado de información que nos transforma, cambia nuestras vidas, subvierte cualquier orden conocido. El germen de la paradoja, pues, sembrado ahí, silencioso.
Miguel Serrano construye la máquina del tiempo: la habilidad narrativa del autor de Autopsia (Candaya, 2014) produce un texto que en sí mismo es engranaje, conjunto de piezas, armadura y condensador de flujos: si la clave para Berta se oculta en el viaje al pasado, la invención de Miguel es un continuo de viajes temporales en el que vamos con Sonia (observadora inercial, para usar el término físico) y nos encontramos con que el libro es, esencialmente, una máquina del tiempo, una máquina que envía información hacia el pasado y hacia el futuro, un cuerpo por preservar, un cuerpo sobreviviente y muriente a la vez, el eje de todo viaje.
Dice Miguel Serrano, entre otras tantas cosas, que el mito por excelencia en la modernidad es el viaje en el tiempo. No le falta razón. La culpa y el deseo son fenómenos arraigados al tiempo, a la espera y a la impaciencia.
Algo de la idea del eterno retorno según Nietzsche trasciende al reverso de las páginas de Cuántas cosas hemos visto desaparecer. Quizá el subtítulo del libro del alemán podría también acompañar el texto de Miguel: «Un libro para todos y para nadie», es decir, un libro en el que siempre estamos dentro.
La historia, porque es un relato, puede repetirse. Del pasado, que es inabarcable, no podemos decir casi nada. Quizá por ello, Miguel y su ingenio, su invento, cifran su mirada en las relaciones entre diferentes generaciones de mujeres (abuela, madre, hija), en los sinsabores de crecer juntos y separarse los amigos, en la intensidad del amor y los planes quebrados, en la desaparición, en la precariedad del cuerpo y la esperanza.
Pero, sobre todo, en la firmeza de una convicción que pervive por encima de todas las cosas: saber que este es nuestro tiempo, en el que desaparecen tantas cosas (personas, ciudades, caminos, islas a la deriva), en el que desaparecemos y aparecemos, como espectros, nosotros mismos y nuestros anhelos y, por consecuencia, los otros, los que son nuestra pertenencia.
Ahí es donde terminamos de ser, donde se completa el relato de lo propio. Estas desapariciones las compartimos y, por ello, estamos juntos, agotando el tiempo no porque se termine, sino porque lo exprimimos hasta el cansancio último, hasta la extenuación, hasta el último suspiro de vida y sueño.
Miguel Serrano ha escrito una novela que nos incluye de tal forma que la idea de estar aquí y ahora, como entes históricos, nos golpea con tal intensidad que la isla se nos hace pequeña y nos vemos en la necesidad de expandir las orillas, extenderlas allá donde parece que ya no hay nada, pero donde en realidad están los otros, los que son nuestras verdaderas máquinas para viajar en el tiempo, los que completan nuestra historia o son capaces de borrarla de un manotazo.