A través de la presente miniserie de artículos temáticos, nuestro colaborador Bernat Castany reflexiona, disecciona y contextualiza La edad de la penumbra. Cómo el cristianismo destruyó el mundo clásico (Taurus, 2017), de la ensayista británica Catherine Nixey. Esta primera entrega se centra en los orígenes del fundamentalismo, la dicotomía Dios-Demonio, los primeros críticos del cristianismo (Celso y Porfirio) y el martirio como seña de identidad.
[Ver las cuatro entregas de esta serie]
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§ Atenas o Jerusalén. Dice Marcel Conche, en Epicuro en Corrèze (2014), que en algún momento hay que elegir entre Jerusalén y Atenas. Elegimos Atenas. Se le olvidó, quizás, añadir que también hay que escoger entre la Esparta militarista y la Atenas democrática. También elegimos Atenas. Notemos, a su vez, que el Areópago ateniense no solo condenó, por sus opiniones irreligiosas, a Sócrates, sino también a Diágoras, a Esquilo y a Pródico de Ceos.
Concedamos, pues, que Atenas es probablemente el más fantástico de todos los mitos griegos. Aun así, elegimos Atenas, porque, como todos los mitos, su mentira encierra una verdad, pues nos recuerdan quiénes queremos ser. Muchos dirán que no tenemos por qué escoger, y en cierto sentido tienen razón. Aun así escogemos Atenas, porque aunque hoy en día la filosofía y la religión compartan como buenos hermanos el reino de la inanidad, esto no fue siempre así, sino que en los primeros siglos de nuestra era el cristianismo arrasó con la cultura clásica, que insiste en llamar pagana, sumiéndolo todo en el temor y la ignorancia.[i]
Por otra parte, el primero que planteó el dilema fue Pablo de Tarso, quien afirmó, en su Epístola a los Romanos (14, 23), que “todo lo que no nace de la fe, es pecado”. Y, más explícitamente, Tertuliano, quien, en sus Prescripciones contra todas las herejías (7, 1), redactó la siguiente partida de divorcio: “Pero, ¿qué tiene que ver Atenas con Jerusalén? ¿Qué relación hay entre la Academia y la Iglesia? ¿Qué tienen que ver los herejes y los cristianos? Nuestra escuela es la del pórtico de Salomón, que enseñó que había que buscar al Señor con simplicidad de corazón”.
Dicho esto, muchos cristianos –como Erasmo, Montaigne o Cervantes– que veían a Cristo como un nuevo Sócrates, no hubiesen dudado tampoco en escoger Atenas.
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§ De Edward Gibbon a Catherine Nixey. Catherine Nixey, la autora de La edad de la penumbra. Cómo el cristianismo destruyó el mundo clásico (2017), también tiene muy clara su elección. De algún modo su libro no deja de ser una reedición del debate abierto por la Historia de la decadencia y caída del Imperio romano (1776-1788), de Edward Gibbon, quien volvió a poner en circulación la idea de que el cristianismo no solo fue más pernicioso que las invasiones bárbaras, sino que fue el verdadero causante de la caída del Imperio romano.
Según sus memorias, Gibbon concibió el argumento general de su libro después de oír cantar a unos franciscanos en las ruinas del Capitolio romano. El libro de Nixey también empieza en unas ruinas, más específicamente en las ruinas del templo de Atenea en Palmira, que un grupo de cristianos fanáticos destruyó en 385 d.C., dejándole muy poco trabajo que hacer al Estado Islámico, que tuvo que conformarse con taladrar unas pocas columnas derruidas.
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I.- Primera fase
§ Los orígenes del fundamentalismo. Frente a la cultura pagana, en la que las diferencias de religión eran entendidas como meras diferencias culturales o de costumbres, el cristianismo pasará a considerar que las demás religiones son un engaño operado por el demonio, con el objetivo de lograr seguidores humanos que les realizasen sacrificios, ya que esos sacrificios les proporcionaban “los alimentos que necesitaban: el olor del humo y la sangre de las víctimas ofrecidas a sus estatuas e imágenes”. (Tertuliano, Apología, 22, 4-6).
Para Agustín de Hipona, en la era pagana, “todas las gentes estaban subyugadas por el demonio, pues le fabricaron templos, le construyeron altares, le instituyeron sacerdotes, le ofrecieron sacrificios, le adjudicaron agoreros como oráculos.” (Exposición del salmo, § 94).
Pero el cristianismo no iba a dejarse engañar tan fácilmente por el blando pluralismo de la religión grecorromana. Después del advenimiento de Cristo, “al decidir a quién venerar, los individuos no elegían entre un dios u otro; estaban escogiendo entre el bien y el mal, entre Dios y Satanás”.
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§ O Dios o el Demonio. Por esta razón, la predicación del cristianismo no fue concebida, en aquel momento, como un intento de ofrecer consuelo al mundo que sufría un angustiante vacío espiritual, sino “nada menos que como una batalla entre el bien y el mal, una batalla entre Dios y el mismo Satanás”. No es extraño, pues, que el cristianismo desarrollase una cierta paranoia hacia esos demonios que él mismo se había inventado, y que ahora imaginaba enfadados por su propio avance.
Desde ese momento, “la devoción por los dioses antiguos empezó a representarse como una aterradora contaminación, una que, como la miasma en la tragedia griega, podía llevar a la catástrofe”. Entonces surgió “un nuevo y casi histérico deseo de pureza”, que les llevó a pensar en términos de “contaminación religiosa”.
En los documentos históricos de la época podemos ver cómo muchos de los cristianos vivían angustiados por si podían utilizar las sillas o los baños que habían usado los paganos o si, aun estando sedientos, podían beber de la fuente de un templo desierto. Agustín de Hipona no albergará dudas al respecto: “si un cristiano se está muriendo de hambre y la única comida que puede conseguir ha sido contaminada por el sacrificio pagano, ‘mejor es rehusarla con fortaleza cristiana’ (Carta 47). Pero la cosa no quedó en meros remilgos rituales, sino que fue más allá, y “empezó a utilizarse un nuevo y violento vocabulario de repulsa para hablar de las demás religiones y de cualquier cosa relacionada con ellas”.
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§ Contra el politeísmo. Desde el momento en que las demás religiones empezaron a ser concebidas como engaños demoníacos, la tolerancia y la convivencia pasaron a ser vistas como una dejadez frente al mal absoluto. Por esta razón, aunque Constantino afirmase, en el Edicto de Milán, de 313 d.C.,[ii] que “todo hombre puede tener completa tolerancia en la práctica de cualquier devoción que haya escogido”, los clérigos cristianos no pararían hasta abolir ese pernicioso pluralismo.
Lo cierto es que durante los tres primeros siglos de nuestra era, los clérigos habían visto, con creciente irritación, cómo los hábitos del politeísmo perduraban. Al parecer, “muchos paganos añadieron alegremente la devoción al nuevo dios y a los nuevos santos cristianos a sus antiguos dioses politeístas y siguieron como antes”.
Tanto es así, que muchas lápidas mortuorias de la época se encomiendan al mismo tiempo a Cristo y a los dioses romanos del submundo.[iii] Incluso la fe del emperador Constantino, quien, además de la visión del dios cristiano, decía haber recibido la visita de un dios pagano, les parecía insultantemente ambigua.
Como dijimos más arriba, los clérigos no podían permitir que su Dios fuese una mera alternativa entre otros muchos dioses. Para el cristianismo no se trataba de elegir entre diversas opciones religiosas, sino entre dios y el demonio, entre la salvación y la condenación. Esa era la única elección posible, de modo que tolerar las demás religiones era dejarle espacio al demonio.
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§ Verlas venir. El mundo clásico parece no haberse dado cuenta de lo que se le echaba encima hasta que fue demasiado tarde. En un primer momento, el cristianismo pasó prácticamente desapercibido en un mundo en el que la efervescente pluralidad religiosa lo admitía todo. Por esta razón, quizás, son muy escasas, y casi siempre peyorativas, las referencias a los cristianos durante los dos primeros siglos de nuestra era.[iv]
El cristianismo podía considerarse a sí mismo como la única verdad, pero para la mayoría de la gente era poco más que un culto oriental excéntrico y con frecuencia irritante. ¿Por qué perder el tiempo rebatiéndolo?
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§ Los primeros críticos del cristianismo. El primero en ocuparse del cristianismo fue Celso, quien, en 170 d.C., lanzó un impresionante ataque contra algunos de los puntos fundamentales de su doctrina. Su diatriba, titulada La doctrina verdadera, no ha llegado hasta nosotros, como era de esperar, si bien la conservamos, irónicamente, gracias a la refutación de Orígenes, titulada Contra Celso.
Nixey resume algunas de las afirmaciones de Celso en las páginas 54-64 de su libro:

El ataque de Porfirio contra el cristianismo fue mucho más contundente, aunque solo sea porque constaba de 15 libros. Si bien es cierto que dicha obra se ocupaba sobre todo del Antiguo testamento, no le faltaron argumentos para criticar el cristianismo. Nuevamente, es gracias a su refutación, realizada esta vez por Eusebio, en su Preparación para el Evangelio, que conservamos algunos de sus argumentos.
Porfirio consideraba que el cristianismo era una “fe que no razona” (1.3.1), y se extrañaba, como Celso, de que Dios hubiese tardado tanto en salvar a la humanidad: “Si Cristo se presenta como camino de salvación, gracia y verdad (…) ¿qué hicieron los hombres de tantos siglos antes de Cristo?”, “¿qué se hizo de tan innumerables almas que en absoluto carecen de culpa”, y “¿por qué el que se llamó Salvador se sustrajo a tantos siglos?” (Porfirio, citado en Agustín, Carta 102. 8). Pero no sabemos mucho más, porque todas sus obras fueron destruidas.[vii]
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§ Desdén y miedo. Según Nixey, en estos ataques había “algo más que desdén”. Había miedo de que esa religión, por muy burda, perniciosa y vulgar que la hallasen, pudiese extenderse hasta hacer peligrar a Roma. De algún modo, todos estos autores intuyeron lo que Edward Gibbon afirmaría, siglos más tarde, en su Historia de la decadencia y caída del Imperio romano. Esto es, que la expansión del cristianismo fue una de las principales causas de la caída del Imperio romano.
Al fin y al cabo, “la creencia de los cristianos en su futuro reino celestial los hizo peligrosamente indiferentes a las necesidades del mundo terrenal”, como prueba que estos eludiesen el servicio militar, y estuviesen dispuestos a derrochar enormes cantidades de dinero público entre las ‘multitudes inútiles’ de los monjes y las monjas de la Iglesia, en lugar de gastarlas en la construcción de infraestructuras, el mantenimiento de ejércitos o la cultura.
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§ Del martirio como seña de identidad. Como es sabido, para distraer la desesperación del pueblo de Roma, tras el gran incendio del 18 de julio del año 64 d.C., que algunos dicen que él mismo mandó provocar, Nerón culpó de la desgracia a “la execrable superstición” de los cristianos, a los que se crucificó, se quemó y se vistió con pieles de animales para que unos perros salvajes los despedazasen. (cf. Tácito, Anales, 15, 44).
Desde aquel momento, el martirio pasó a convertirse en la gran seña de identidad de la cristiandad primitiva, que pasó a verse, fundamentalmente, como una iglesia perseguida. Lo cierto es que, a ojos de los cristianos de aquella época, el martirio se revelaba como un atajo, ya que abreviaba una vida de dolor y pecado, y suponía la entrada inmediata en el paraíso, independientemente de lo que el mártir hubiese hecho a lo largo de su vida. Tanto es así que “sus mayores héroes no eran aquellos que habían llevado a cabo buenas acciones, sino aquellos que habían muerto de manera más dolorosa”.
En su Peregrino (§ 13), Luciano de Samósata llegó a afirmar que el martirio era fruto del engaño, y que los cristianos eran unos “infelices [que] están convencidos de que serán totalmente inmortales y vivirán eternamente, por lo que desprecian la muerte e incluso muchos de ellos se entregan a ella voluntariamente”.
En todo caso, los martirios llegaron a ser tan importantes para la mentalidad cristiana, que, cuando Juliano los prohibió, Gregorio Nacianceno afirmó que dicha prohibición surgía del hecho de que emperador envidiaba “el honor del martirio de nuestros combatientes” (Primera invectiva contra Juliano, Oración, 4. 58).
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§ Del escaso número de los mártires. [viii] No es extraño, pues, que, en el siglo IV d.C., el martirologio ya se hubiese constituido en todo un género literario. Prudencio escribió poemas épicos sobre mártires, en los que describía con morbosa morosidad la carne rasgada y quemada.[ix]
A pesar de lo mucho que la historia oficial ha insistido, cualitativa y cuantitativamente, en la cuestión de los mártires, lo cierto es que, ni la persecución fue constante –poco más de trece años en tres siglos de gobierno romano, sumando las tres grandes persecuciones, bajo Decio (250-251 d.C.), Valeriano (256-259 d.C.) y Diocleciano (303-305 d.C.)–, ni fueron objeto de un especial encarnizamiento por parte de los romanos, ni su número fue tan elevado como suele pensarse.
Piénsese, si no, en el mismo Orígenes, quien llegó a afirmar que el número de mártires era tan pequeño que resultaba fácil contarlos (Contra Celso, III, § 8). Cálculo que pretendió afinar Gibbon, en el capítulo 16 de su Historia de la decadencia y caída del imperio romano, donde se afirma que el consumo anual medio de mártires en todo el Imperio no fue de más de ciento cincuenta al año durante los trece años no consecutivos de persecución.
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§ Quid pro quo. En los relatos de martirios, el clímax de la primera parte se produce cuando el oficial romano pretende tentar (en verdad solo convencer) a los reos cristianos para que hagan un sacrificio a los dioses romanos, en general, y al emperador, muy en particular.
Los emperadores romanos solo querían obediencia, no mártires, y “no tenían ningún deseo de abrir ventanas en las almas de los hombres, ni de controlar lo que pasaba en ellas: eso sería una innovación cristiana”[x] . “Si has reconocido a Cristo, reconoce también a nuestros dioses”, dice un oficial romano en Los actos de los mártires cristianos (§ 13, 4). “¿Qué mal hay en echar unos granos de incienso y marcharse?” dice un prefecto en un juicio (§ 19. 2).
No debemos, pues, atribuir a las presiones, torturas y ejecuciones ciertamente realizadas por los romanos un significado religioso, sino, fundamentalmente, político. Lo que se le exigía a los cristianos no era tanto que abandonasen su fe, como que realizasen un simple ritual de acatamiento de la ley y el orden.
Será el emperador Decio quien, en el año 250 d.C., promulgue un edicto que exigía que todo el mundo en el Imperio debía realizar sacrificios en su honor. A partir de ese momento, “en los juzgados, la petición de ofrecer sacrificios al emperador o a los dioses se convirtió en una prueba habitual para comprobar el cristianismo del acusado (o, más precisamente, su obediencia)”.
Sin embargo, los cristianos no veían aquel acto como una mera formalidad. Mateo (10, 32-33) había sido claro al respecto: “Al que confiese mi nombre ante los hombres, yo le confesaré ante mi Padre, que está en los cielos; pero al que niegue mi nombre ante los hombres, yo también le negaré ante mi Padre, que está en los cielos”.
Según afirmó Cipriano, en Coronas de martirio (VI, 36), esas facilidades y benevolencias eran burdos intentos de convertirlos a la adoración del demonio, desapropiándolos, además, de la oportunidad de llevar a cabo el acto sumo de la imitatio Christi. Esto es, morir como Cristo, predicar con el ejemplo, y entrar por la vía directa en el cielo.
No es extraño, pues, que en muchas ocasiones los cristianos deseasen y provocasen el martirio. Pensemos, por ejemplo, en Tertuliano, que afirmará, en A Scapula: “¡Ni mucho menos tenemos miedo, sino que pedimos la tortura espontáneamente!”. Y, según Atanasio, san Antonio ardía en deseos de martirio, y vivía entristecido por no haberle sido concedido todavía el martirio (Vida de san Antonio, § 46-47).
Por otra parte, los padres de la Iglesia eran perfectamente conscientes de la productividad de los mártires: “Segando nos sembráis: más somos cuanta más sangres derramáis. La sangre de los cristianos es semilla.” (Tertuliano, Apología, 50).
Este desencuentro entre el formalismo romano y el dogmatismo cristiano explica por qué los funcionarios romanos ofrecían tantas oportunidades a los cristianos para que se salvasen, y por qué los cristianos se resistían a aprovecharlas.
En Los actos de los mártires cristianos (§ 23) se explica cómo un prefecto llamado Probo le pidió hasta nueve veces a un cristiano que cediese, y realizase el sacrificio al emperador, llegando, incluso, a rogarle, que pensase en su propia juventud (“Dobleguen tu locura las lágrimas de tantos y, mirando por tu juventud, sacrifica. Ahórrate la muerte”) y en su familia (“Siquiera por ellos [por tus hijos], sacrifica”), para acabar, finalmente, amenazándole con dureza: “Mira por ti, joven. Sacrifica si no quieres que te consuma a tormentos”[xi] .
En otras ocasiones se les daba la oportunidad de sustituir el sacrificio con carne por quemar un poco de incienso (Prudencio, Corona de martirios, III, 122-125). O se les condonaba la ejecución por una condena de trabajos forzados en las minas, o por el destierro. Eso cuando no se publicitaban las fechas de las persecuciones para darles la oportunidad de huir.
Pero, como dijimos, todas estas oportunidades no serán vistas por los cristianos más que como tentaciones demoníacas que los ponían a prueba. Ello explica la provocadora agresividad con la que estos respondían en muchas ocasiones.
Así, san Coluto responderá al gobernador que le pedía que pensase en la vida, que: “La muerte que me espera es más agradable que la vida que tú me darías” (Cuatro martirios desde los Pierpont Morgan Coptic Codices, 1973), y Eulalia le escupirá en la cara al gobernador que le ofrecía un pacto para salvarse.
Y es que no le hablaban a un funcionario, sino que le hablaban a un demonio.
No es extraño, pues, que, cuando el cristianismo llegue al poder, no acepte que nadie se limite a ser exteriormente cristiano.
El cristianismo no quería solo ritos, “quería almas, quería los corazones y las mentes de todas y cada una de las personas del imperio”.
[ii] Algunos estudiosos dicen que no fue más que una carta, y no un edicto, pero en todo caso cumplió una función histórica importante.
[iii] Catherine Nixey sigue en este punto a ÉmileRebillard, “Being Christian in theAge of Agustine”, Christians and TheirManyIdentities in Late Antiquity, North Africa, 200-450 CE, Ithaca, CornellUniversityPress, 2012.
[iv] Apenas una mención en una carta de Plinio, el gobernador romano, del año 111 d.C., una mención en los Anales del historiador Tácito, y otra en una historia de Suetonio.
[v] Sus “milagros” eran habituales. En un mundo que no conocía la medicina, muchos afirmaban tener poderes mágicos, lo cual explica que “el primer cristianismo tuviese que pasar una considerable cantidad de tiempo y de esfuerzo vigilando los límites entre la santidad y la hechicería.” (65-66) Piénsese, si no, en la figura de Simón el Mago, quien también realizó milagros, reunió a miles de seguidores que creían que era un dios, entre ellos una prostituta, y uno de sus discípulos “persuadió a quienes lo seguían de que nunca morirían” (Justino Mártir, Apología, I, 26).
[vi] Según Nixey, esto era incomprensible, porque “en la filosofía griega, la fe constituía la forma más baja de conocimiento.” (62)
[vii] Luciano de Samósata también atacó al cristianismo en su Peregrino, donde realizó un relato satírico de un pseudofilósofo griego, llamado Peregrino, y que, desesperado por alcanzar la fama, se dejó el pelo largo, y viajó por el imperio predicando lugares comunes, vivió de la caridad, y se ganó una reputación entre los crédulos. (64)
[viii] El título es de Catherine Nixey, quien cita, a su vez, el artículo “De paucitatemartyrium” (Sobre el pequeño número de mártires), que H. Dodwell escribió en el siglo XVII.
[ix] Un viejo refrán dice: “A mal Cristo, mucha sangre”.
[x] Véase al respecto BernatCastany Prado, “Orígenes y modalidades de la conversión en las crónicas de indias”, en Horizontes compartidos. Conversiones, mitos y fundaciones en el Nuevo Mundo, CECE, Bellaterra, 2018, pp. 33-62.
[xi] En otro capítulo de ese mismo libro, el funcionario romano le pregunta; ¿qué persona inteligente “escogería renunciar a la luz más dulce y preferir antes a la muerte”? (§ 4) Asimismo, en la Corona de martirios (III, 104ff), de Prudencio, el gobernador le dice a Eulalia: “Mira cuántos goces puedes disfrutar (…). Tu casa, deshecha en lágrimas, te reclama (…). Vas a caer, capullito tierno, en vísperas de esponsales (…). ¿No te mueve (…) ni el amor sagrado de tus ancianos padres, a quienes vas a quitar la vida con tu temeridad?” Véase el resto de testimonios en Nixey (97). Véase también El evangelio según Pilato , de Eric-Emmanuel Schmitt.