Esta es la segunda entrega que Pliego Suelto dedica al nuevo libro de Remedios Zafra, El entusiasmo. Precariedad y trabajo creativo en la era digital, Premio Anagrama de Ensayo 2017. En esta ocasión, es el crítico y periodista Josep Maria Nadal Suau –encargado de presentar el libro junto a nuestra colaboradora Begoña Méndez en la librería Los Oficios Terrestres de Mallorca– quien nos ofrece el texto que sirvió como introducción al ensayo de Zafra durante el evento.
No he concluido si El entusiasmo arranca de preguntas literarias o más bien desemboca en ellas al final de cada arco analítico propuesto, pero sí creo que el reverso antropológico que caracteriza sus páginas es menos finalidad que herramienta.
No es arbitrario que hable de literatura: la mirada política y moral desplegada en el libro de Zafra, en ese lenguaje y en esas imágenes, responde a una concepción de la imaginación como exigencia de aquella forma que logre transformar la realidad o al menos nuestra comprensión de la misma.
Así, pienso en el libro como un ensayo literario que se atreve a experimentar con el mundo y es consciente de su propia condición inconclusa.
Si digo que El entusiasmo es una obra inconclusa, es porque ese mundo al que ensaya sigue en marcha, proyectándose en nuestro futuro: no en vano, el último capítulo se subtitula “Después del entusiasmo”, y la última línea remite a la creación y las alianzas colectivas “que vienen” más allá.
Nada está cerrado, pues. Y si empiezo resaltando su condición literaria, es porque me interesa el estilo que Remedios Zafra utiliza, caracterizado por el cruce entre lo narrativo, lo poético y lo académico. O mejor dicho, por la reivindicación de lo poético y narrativo en lo académico, ese ámbito que la escritora argentina María Gainza caracteriza, en El nervio óptico (2014), como “casa de los espíritus donde el mayor miedo es escapar”.
Al escapar y permanecer simultáneamente en la academia, Zafra logra que esos espíritus recuperen corporeidad. Algo bastante meritorio, dado que buena parte de los fantasmas que recorren la casa están hechos de píxel, macrodatos e indexaciones.
Sobre todo, he aquí un estilo marcado por la constante provisionalidad y subjetividad de la primera persona: un YO no egótico, a menudo transmutado en el arquetipo de un personaje llamado Sibila, que es al mismo tiempo encarnación de todos nosotros y auscultación del futuro.
Un yo-escritura que a cada paso nos recuerda su carácter de tentativa. “Pienso”, “creo”, “confesaré”, “considero”, en fin: ensayo.
Que la voz conductora de El entusiasmo hable en estos términos es relevante: implica una forma de entender el propio pensamiento, que no avanza mediante apropiaciones indebidas, sino desde el riesgo, y una forma de entender la relación de ese pensamiento con el lector, o mejor, los lectores. Aquí el plural es pertinente.
El estilo de Zafra revela, parafraseándo a la misma autora, que el texto aspira a que juguemos con él, no a jugarnos; a que lo usemos, no a usarnos. Es el estilo ensayístico de quien solo trata de sí mismo en la medida que pueda reflejarnos a los otros. Y esto es lo primero que convierte El entusiasmo en un libro importante ahora y aquí. No es lo único, sin embargo.
El entusiasmo está regido por una serie de ideas constantes, entre las que destacaría, sintetizando, la convicción de que vivimos un momento que exige al trabajador cultural o científico ser entusiasta, solo que obligándolo a sustituir un verdadero entusiasmo creativo (“entusiasmo íntimo”, lo llama Zafra) por otro entusiasmo “inducido”, espectacular, veloz, desarraigado… Y sobre todo, precario.
He aquí la trampa: la precariedad se justifica por el entusiasmo, pero renunciar al entusiasmo solo conlleva más precariedad, o bien un game over de la propia biografía. Y así se construye hoy cultura y crítica de la cultura, así se genera conocimiento académico, así se fraguan las identidades individuales y sectoriales.
En verdad, así es como el poder aspira a hacerse indistinguible de la realidad, dentro y fuera de la cultura. Casi como si fuera un greatest hits de la investigación que Zafra lleva años realizando, esta convicción nuclear lleva a la autora a explorar otras muchas cuestiones directamente relacionadas entre sí, aunque en apariencia diversas.
Todas ellas recurrentes para quien conozca su obra previa, incluidas las derivas narrativas que supusieron Despacio (2012) y Los que miran (2016), cuyo eco se escucha con fuerza en El entusiasmo.
La continuidad se entiende sin problemas: así como la Sibila de El entusiasmo “cava y cava” y “profundiza” en el agujero que la salvará, también Zafra se acoge a esa metáfora excavadora para convertirla en escritura constante, título a título.
Hace muchos años, en la Universidad de Barcelona, mi maestro, el profesor Lluís Izquierdo, nos advertía entre gestos de abatimiento: “Si van ustedes a leer, a escribir, a enseñar a leer y escribir, a pensar el mundo, háganlo siempre partiendo de la pregunta por el poder”.
Nunca he olvidado esa expresión, que cito a menudo, no siempre en voz alta. Por eso me impresionó encontrarla en El entusiasmo, enunciada exactamente en los mismos términos: “la pregunta por el poder”, escribe Zafra.
La autora tiene una respuesta inmediata que dar a esa pregunta en 2018: “El poder sigue siendo masculino y de quien acumula el capital”.
Si añadiéramos otra pregunta, dónde está el poder hoy, tendríamos que apuntar en muchas direcciones y en ninguna, porque en buena medida el poder está en los códigos digitales que urbanizan y comunican Internet y sus redes sociales, allí donde los entusiastas creamos nuestro personaje, nos vendemos y nos convertimos en datos rentables.
Pues bien, cito de nuevo a Zafra: “Las redes sociales donde habitan los entusiastas son espacios con apariencia pública pero bajo control e ideación privada”, son empresas concebidas como empresas.
¿Y quiénes sentaron las bases de esas redes sociales, en los lejanos días en que Facebook o Twitter no existían apenas y MySpace era territorio de pioneros? Hombres. Geeks con granos y sin novias, según el gran mito contemporáneo, pero hombres.
Que la base del nuevo mundo que iba a radicalizar la democracia fuera de nuevo masculina tuvo consecuencias sobre su arquitectura: por ejemplo, la fantasía Zuckerbergiana del freak que conquista a la rubia de la clase, o mejor aún, que la humilla.
Zafra, que ha escrito (H)adas (2013) y prologado De esto no se habla (2017) de Laurie Penny, que fue una de las primeras investigadoras en torno a Internet de este país, sabe perfectamente cómo funcionan las reglas virtuales, cómo el ciberacoso se naturaliza bajo la coartada de la libertad de expresión, cómo el entusiasmo femenino recibe la doble carga de los cuidados en casa y de la periferia en redes.
Nunca dejemos de preguntarnos dónde está el poder, quién ha puesto las autopistas que nos permiten vendernos gratis.
Tal vez las mejores páginas de este ensayo sean aquellas que afrontan lo que ocurre cuando el entusiasta viene de un “linaje de pobres”: “Si el poder en Occidente tuviera voz, habría sido un eco que atravesaría el pasado: ‘No es bueno que los pobres creen’”. Ni que estudien, añadamos. Sobre todo, que no se empeñen en estudiar y leer y seguir estudiando.
Remedios Zafra ha explicado en más de una ocasión el origen de los primeros libros de su biblioteca personal, cuando era aún una adolescente en el entorno rural y apenas alfabetizado de sus padres y su infancia. Yo tuve la suerte de escuchárselo contar de viva voz hace dos años, en la librería palmesana Los oficios terrestres (que recibe un guiño lleno de sentido en el libro), y fue memorable.
A manos de aquella joven Remedios, que exigía y deseaba leer sin renuncia posible, solo llegaron durante años los libros que iban a parar a la sección de saldos de un Galerías Preciados en el que trabajaba un amigo de la familia. Libros descartados, fracasados y a menudo inservibles, que nadie quería leer, editados por instituciones provinciales o editoriales a las que cualquier autor negaría tres veces: así tuvo ella que acceder por primera vez a la lectura no escolar.
Unos cimientos de este tipo condicionan tanto, y en un sentido igual de productivo, la evolución intelectual del individuo como empezarla por los volúmenes de Hegel que un padre catedrático atesora en su despacho. Pero es evidente que conducen en otra dirección. “En la dirección contraria”, como decía Bernhard sobre su decisión de cambiar colegio por trabajo proletario. Todo significa.
Y todo pesa cuando el entusiasmo se ve transformado por el sistema en un simple señuelo. Zafra nos recuerda que “siempre hay algo que buscamos y que nos busca”, refiriéndose al deseo virtual en las redes, a la identidad individual abstracta que seduce y es seducida por otra identidad individual abstracta en un pacto tan real como la mejor ficción.
Pero cuidado, porque al creador o investigador precario de origen humilde también le busca su linaje de pobres, y él mismo lo busca aunque paradójicamente esté luchando por dejarlo atrás.
¿Adónde ir si no es para reencontrar ese linaje y darle sentido? Pero una carrera creativa o académica es algo largo, asfixiante, lento, que necesita un combustible financiero y social al alcance de pocos. No es extraño que el entusiasta sin fondo de armario acabe por encontrar y ser encontrado por su linaje de pobres, pero no bajo una forma simbólica o sentimental o alegórica, sino en las más tangibles condiciones materiales.
A todo eso se le llama desigualdad.
Y pese a todo, El entusiasmo no solo apunta al futuro desde el presente y actualizando el pasado, que es lo que hace la literatura, siempre entre el cántico y lo elegíaco para desembocar en lo prospectivo. El libro también propone posibilidades. Imperfectas, mínimas, tentativas, pero posibilidades al fin.
Por ejemplo, estas. Renunciar al grado máximo de velocidad, que es la forma imaginativa del poder, a cambio de recuperar profundidad en las cosas y en la reflexión sobre sus repercusiones colectivas. Creer en la responsabilidad hacia uno mismo y hacia los otros, hasta lograr pronunciar la palabra “moral” sin avergonzarse (y sin avergonzar a los demás, por favor; quiero decir, sin cinismo ni impostura). Y por último, “probablemente, la desconexión temporal”. Una hipótesis en la que lo temporal es decisivo: salir para siempre acabaría implicando renunciar a operar en la realidad.
En definitiva, yo diría que todas estas posibilidades apuntadas por Zafra son sinónimas de una sola propuesta: desbaratar la lógica del poder.
Parece urgente ponerlas en práctica.