Nadie habla tanto de la salud como el que está enfermo, y nadie piensa tanto en la identidad como el que no está seguro de ser quién es. No es extraño que Nietzsche afirmase, en La ciencia jovial (1882), que, entre los europeos, “la conciencia creciente es un peligro” e, incluso, “una enfermedad”.
Un siglo y medio después, podemos hablar de una verdadera pandemia identitaria, pues no existe individuo o colectivo que no esté poseído por esa fiebre que hace que unos pretendan llegar a saber quiénes son, olvidándose mientras tanto de serlo, y otros pretendan ya saberlo, cayendo así en la sobreactuación. De este modo, como el que tose hasta la exasperación, el enfermo identitario agrava su propia dolencia, dándole la razón a Oliverio Girondo, que dijo, con felicidad, que “la variedad de cicuta con que Sócrates se envenenó se llamaba ‘Conócete a ti mismo’”.
No diremos que es una enfermedad imaginaria. Existe, ciertamente, un contexto histórico-social que ha irritado la epidermis de nuestras identidades, que se llagan al menor roce: la globalcanización del planeta, que nos ha dejado solos en mala compañía; la crisis del futuro, que ya no es lo que era; y el triunfo de ciertas políticas, que han logrado privatizar el mismísimo sufrimiento.
Sin embargo, ¿cuándo no ha tenido el hombre motivos para contraer esta curiosa enfermedad? Los siglos XVI y XVII, por ejemplo, fueron una época de crisis (cisma religioso, guerras civiles, revolución del modelo geocéntrico y eurocéntrico, decadencia de la sociedad estamental) que llevó al hombre europeo a convulsiones no muy diferentes de las nuestras. Algo semejante sucedió en la época helenística, cuando, en palabras de Flaubert, se dio ese momento único en que, tras la muerte de los dioses paganos y antes del advenimiento del cristianismo, estuvo el hombre solo.
Cada época tiene su invierno en el que regresan los virus de la identidad.
De acuerdo, hay razones reales para estar enfermo, y no somos el Argán del Enfermo imaginario (1673) de Molière, pero ¿acaso no agravamos con nuestra actitud inquisidora y enfática nuestra propia dolencia identitaria? En esta época de sobre y automedicación se ha generalizado el término “iatrogénico” –de iatrós, ‘médico’, y génico, ‘causante’– para hacer referencia a aquellas dolencias que el mismo tratamiento médico añade al estado inicial del paciente. También son iatrogénicos nuestros intentos por definir y defender nuestra identidad.
De un lado, al empeñarnos (y con qué interés) en saber quiénes somos, le infligimos a nuestra identidad todo tipo de exploraciones –análisis, endoscopias, rayos x– que la irritan y desgastan. De este modo, como los padres que sufren el síndrome de Münchhaussen por poderes, ponemos en riesgo la vida de esa hija de nuestras obras que es la identidad, pues vemos en esas mismas molestias que resultan de nuestras exploraciones y tratamientos la razón para proseguirlos.
Del otro lado, al ser demasiado enfáticos en nuestro intento por ser o preservar aquello que hemos dado en creer que somos, nos parecemos a la rana de la fábula de Monterroso, que, empeñada en ser una Rana auténtica, concluyó que lo propio de las ranas auténticas era que sus ancas fuesen devoradas por los hombres, si bien, justo antes de morir, “alcanzó a oír con amargura cuando decían que qué buena rana, que parecía pollo”.
Hasta tal punto el hombre es copartícipe de sus propios sufrimientos que, más que un virus, podríamos decir que se trata de una alergia, pues las identidades, individuales o colectivas, sobrerreaccionan con violencia contra algún elemento exterior, en principio inocuo. No haríamos mal en hacer caso al filósofo y periodista francés Alain, quien consideraba que debemos reaccionar ante las pasiones como ante los resfriados: “no tosiendo como si se rascara, con una especie de furor del que acabamos siendo víctimas”, sino tragando relajados e imperturbables, con el objetivo “de no entorpecer las reacciones naturales mediante reacciones de furor”.
Ampliando la definición del médico y filósofo francés Georges Canguilhem, según la cual la salud es el silencio del cuerpo, no parece inexacto decir que la felicidad es el silencio del alma. Por esta razón, quizás, deberíamos modificar la célebre inscripción que se hallaba en el pronaos del templo de Apolo, en Delfos, sustituyendo el “conócete a ti mismo” por el “desconócete a ti mismo”, agnôthi seautón.
El “¿Qué sé yo?”, verdadero epicentro de los Ensayos de Montaigne, es el principio activo con el que fabricar el “¿Qué sé yo quién soy?”, probado antiestamínico que evita que nuestra alma rechace no solo aquello que viene de fuera, sino también aquello que también es.
Al fin y al cabo, muchas de nuestras angustias identitarias tienen como objeto partes del propio ser, lo cual la asemeja también a las enfermedades autoinmunes. Así, en vez de toser para arrancarse de la garganta ese idioma que parece que nos sobra, esa creencia que dicen que nos falta o ese origen que se supone que debería intrigarnos, traguemos sin alterarnos y continuemos con lo que estábamos haciendo.
Ciertamente, este mundo está lleno de personajes como el Iagos de Otelo, que buscan llenarnos la cabeza de preguntas insidiosas para que sospechemos de la pureza de nuestra amantísima identidad. No deberíamos escucharlos si no queremos acabar como los celosos, que provocan con sus mismas investigaciones el cansancio y la desafección que temían descubrir. No seamos como aquel “curioso impertinente” del que nos habla Cervantes en el Quijote, que por probar a su prometida la arrojó a los brazos de su mejor amigo.
No hay mejor matrimonio que el de una sorda y un ciego, ni mejor existencia que la de aquel que es sin saber preguntarse demasiadas cosas. Frente a los jíbaros, que encogen las cabezas, nuestra respuesta debería ser encoger los hombros. Sin contar que, del mismo modo que no importa que nuestros hijos nunca nos escuchen, pues siempre nos están observando, tampoco importa quiénes digamos ser, pues siempre estaremos siendo nosotros mismos.
Según un viejo chiste, un hombre entra en una tienda de animales y pregunta: “¿Cómo se llama ese pájaro?” El dependiente le responde: “Lo ignoro.” Y el hombre exclama: “¡Pues qué loignorito tan bonito!” La ignorancia, en general, y la ignorancia de la propia identidad, en particular, es una tierra fértil en felicidades estéticas y existenciales.
Una jaula nunca contendrá entero a un pájaro, porque lo más esencial del pájaro es volar, y en una jaula no es posible hacerlo. Tampoco una definición contendrá nunca entera a una identidad, porque lo propio de la identidad es planear donde la lleve el aire.
Decían los místicos que Dios es aquello que queda afuera cuando acabas de definir a Dios, y si no hubiesen temido a los inquisidores, seguramente le habrían hecho decir, con voz amable:
Yo soy el que no se pregunta quién soy.