Como ocurre con la tradicional distinción entre cine industrial y cine periférico1, para analizar un videojuego también pueden establecerse dos grandes bloques. Esta división obedece a las reacciones de los jugadores, que exigen que un videojuego sea denso narrativamente, o bien que rehuya de un texto base. El primer caso es propio de los juegos de rol y exige la fidelización del jugador, que se pierde entre inventarios y tramas. El segundo tipo permite partidas rápidas y lo que desde los inicios se ha llamado un «sistema de control intuitivo». Así que, en resumen, la división puede fijarse entre videojuegos narrativamente fuertes e interactivamente fuertes, que a su vez implican a sus contrarios, las narrativas y las interacciones débiles.
El primer nivel de Super Mario Bros. (1983), de Shigeru Miyamoto, es un curso sintético del diseño y la comprensión del videojuego. Al diseñador nipón se debe que se la conozca como «teoría del mundo 1-1». El nivel comienza con Mario en un escenario vacío. Si avanza, topa con un ladrillo en cuyo interior palpita un interrogante: esto invita al jugador a golpearlo y, cuando lo hace, salta una moneda. Primera conclusión: un bloque con interrogante expulsa monedas. Después se acerca un enemigo (un Goomba, parodiado, por cierto, por Thomas Pynchon en su última novela Bleeding Edge). Segunda conclusión: al enemigo se le puede pisar.
Aparecen más bloques: los que poseen textura de ladrillo no expulsan nada (más adelante lo harán); los que tienen interrogantes expulsan otros elementos, no solo monedas. Esos otros elementos, como se verá en la misma fase, son setas (hacen crecer: lo contrario de un Goomba, que se aplasta), estrellas y flores de fuego. No es necesario extenderse más: todos los elementos están dispuestos para una comprensión inmediata sin palabras. El nivel 1-1 integra, de manera sintética, in nuce, todo el juego en sus modulaciones infinitas. Super Mario Bros. sigue, de alguna manera, la lógica de Bach de un tema con sus múltiples variaciones.
A un videojuego, por tanto, se le puede valorar por cómo la interacción fuerte –sin apenas narración– establece una relación entre el programa y el jugador, es decir, de qué modo el vínculo se va trabando con estímulos. La narración fuerte opta por otro camino. El ejemplo que se presenta a continuación es un caso hiperbólico que explica con más claridad este tipo de propuestas. En Metal Gear Solid V (2015) –el último juego de Kojima para la compañía Konami– un peso considerable de la historia no se integra mediante secuencias narrativas lineales que interrumpen la interacción, que es lo más habitual, sino con cassettes que el jugador reproduce voluntariamente. La narración se ha anabolizado y autonomizado de tal modo que funciona como un elemento paralelo a la interacción, y no se molesta siquiera en penetrar en ella con intersecciones puntuales, sino como entidad absoluta independiente. Este tipo de juegos se caracterizan por tutoriales largos, segmentados en subniveles (un modo también de subaprender el curso natural de un juego en niveles largos).
Puede llegarse a la conclusión, por lo visto, de que la interacción fuerte pertenece solo a juegos humildes (como Limbo, 2010), infames (como Candy Crush) o arcaicos (todo lo anterior a System Shock, de 1994, el primer juego en presentar como found footage una narración ). The Last Guardian (2016), dirigido por Fumito Ueda, heredero confeso de Shigeru Miyamoto, sirve de ejemplo para recusar esta opinión. Un vídeo de demostración es lo suficientemente revelador.
La evolución posterior de Super Mario Bros. ha ido integrando algunos elementos de narración débil (tutoriales para las primeras partidas y algunas secuencias con monólogos, por ejemplo), pero en el fondo se ha mantenido fiel a la interacción fuerte. Precisamente es la narración misma lo que da pistas sobre esta continuidad. El argumento siempre es el mismo: una princesa (clásico tema de la damsel in distress) debe ser rescatada por un héroe. Se conoce al protagonista (Mario) y a la víctima (Peach), así como al enemigo (Bowser casi siempre), los secuaces e incluso los elementos que aparecerán en los distintos niveles.
En este sentido, Aristóteles ya afirmaba en la Poética que los caracteres no importan: lo que importa es la acción. Los primeros ya están constituidos y son reconocibles, por eso era menester saber escogerlos. Elegir no es construir: su destino ya está decidido. El peso recae, por tanto, en la peripecia, la organización interna y los movimientos dentro de la escena general. La figura repetida y previsible de Mario es deudora del teatro clásico según este punto de vista. En la medida que ignora la narratividad, la evolución del carácter y el psicologismo, el juego de Miyamoto aboga por la interacción, que es el modo en que el videojuego presenta la peripecia.
The Witness (2016), el último videojuego de Jonathan Blow, autor de Braid (primera gran consagración de lo indie), es un ejemplo perfecto de la interacción fuerte y la práctica desaparición de la narración lineal. El jugador debe explorar una isla enigmática –presentar el mundo como acertijo ya es una confesión–, solitaria, pero hermética, limitada por parcelas que se abren resolviendo una serie de puzzles. Estos son siempre esquemas, se muestran en tablas bidimensionales: laberintos y variaciones de rutas.
Pero la respuesta no está en la tabla, sino en el mundo, en la isla. Hay que observar el paisaje, reducirlo a elementos simples y conectarlos lógicamente. Por ejemplo, nueve columnas están dispuestas en filas de a tres. En algunas de ellas trepan unas enredaderas, en otras no. El jugador debe seguir el rastro de las columnas sin hojas hasta enlazar todas las que comparten esta característica. Así, construye un camino invisible. Ese camino debe ser escrito luego en un panel mecánico que, una vez resuelto, abre la siguiente parcela de la isla. La naturaleza, en toda su efusión de colores llamativos (esa naturaleza kitsch que pugna por ser más ubérrima que la naturaleza real) esconde un mecanismo perfecto de correlaciones semióticas.
La interacción es la obediencia errática a la lógica perfecta de la máquina. La copertenencia exacta entre mundo y modelo o, por decirlo en los términos de Baudrillard en Crítica de la economía política del signo, el vínculo bidireccional y transparente –sin ironías, sin sombras– entre significado, significante y referente, es el resultado de una operación majestuosa de diseño. El diseño es, de hecho, la cerrazón conceptual del universo. The Witness es, en este sentido, una demostración de poder: el cosmos como sistema finito pero de apariencia infinita. Este es el significado de simulacro: no la falsedad, como habitualmente se aduce, sino la realidad redoblada, la realidad como mundo y sistema de mundo.
Explica, por su parte, Norbert Wiener en Cibernética para referirse al binarismo que «una de las más simples y más unitarias formas de formación es el registro de una elección entre dos simples alternativas igualmente probables, una u otra de las cuales tiene que darse –una elección, por ejemplo entre cara o cruz […]. Llamaremos a una sola elección de este tipo una decisión. Si entonces preguntamos por la cantidad de información en la media completamente exacta de una cantidad que se sabe que está entre A y B, que puede estar con una probabilidad uniforme a priori en cualquier punto de esta línea, veremos que si consideramos A = 0 y B = 1 y representamos la cantidad en la escala binaria por un número binario infinito a1, a2, a3…, an,…, donde a1, a2,…, cada uno tiene el valor de 0 o 1, entonces el número de elecciones hechas y la consecuente cantidad de información son infinitos».
El binarismo incluye, también como Super Mario Bros., una síntesis del universo, el universo in nuce.
Es posible que la interacción fuerte, la ausencia de palabras, el deshielo de la narración –su total disolución con la interacción– sea el modo más primitivo de presentar un videojuego y, si sirve de algo esta apreciación, su modo más auténtico. El trabajo del diseñador consiste en hacer fluir ese diálogo como si no estuviera ocurriendo, como el dios de la naturaleza que actúa sin dejarse ver, o como aquel viejo mito de Flaubert a propósito del narrador invisible. Y no es ninguna paradoja que ambos lenguajes, narración e interacción, apelen, en el fondo, a su desaparición de la vista del jugador o del lector.