Esa mariconada llamada microrrelato: una lucha de dinosaurios que todavía están allí


Llamar género literario a la narrativa hiperbreve es para algunos un despropósito. Negarse a incluirlo en el canon contemporáneo es para otros una necedad. El debate sobre qué demonios es el microrrelato sigue más abierto que nunca. Y en llamas. Ya han pasado unos treinta años desde que cierta parte de la crítica busca introducir esta forma narrativa en el cofre del legado literario universal, pero no lo consigue. ¿Llegará el momento en que el microrrelato genere debates similares a los que suscita la novela o el cuento? Si oteamos el horizonte desde el ojo de la aguja,  esa meta, en el futuro cercano, parece un imposible.

Hoy ya es un lugar común afirmar que el microrrelato es una manifestación propia de la “vida breve” que llevamos: una vida en la que los tiempos de espera se han reducido a cero, ya sea en forma de viajes aéreos o de platos precongelados, donde la cultura del videoclip –según etiquetan los pedagogos– y la política transformada en videopolítica –como dijera Sartori– son el reflejo de una época fragmentaria, transitoria e inestable.

Páginas de Espuma, 2001

Algunos críticos ven que estas particularidades hacen del microrrelato una respuesta natural de la experiencia contemporánea: la teórica Francisca Noguerol, por ejemplo, lo considera el género literario posmoderno por excelencia, ya que es el único que refleja la era en que vivimos no solo desde lo temático, sino también desde lo formal.

Ante esta evidencia, resulta tentador para una facción de autores caer en otro lugar común: que si hoy lo exitoso son los textos muy cortos –llamémosle textos videoclip–, es que algo va mal, muy mal. El escritor John Barth percibe en esta tendencia el resultado del progresivo declive en la capacidad de lectura de una sociedad incapaz de mantener una concentración sostenida, tan mancillada por el paradigma audiovisual y la cultura del ready to go. En efecto, para los autores que opinan como Barth, la reducción en la extensión de un texto no supone una proteización de la literatura, sino una pérdida de la calidad, un empobrecimiento de las armas literarias con el único fin de encajar en este mundo de lectores limitados.

La postura del filósofo Fernando Savater camina por similares derroteros. El autor de La vida eterna nos advierte:

Aunque puede haber cosas de calidad, esa jibarización de la cultura resulta dudosa. Es la influencia del zapping primero y del Twitter después en todos los campos. (Fernando Savater)

Hay más voces en contra del microrrelato que esperan su turno de este lado del cuadrilátero. Pero antes de continuar con el siguiente asalto, es preciso indicar que en las posturas que se han citado y en las que referiremos a continuación detectamos dos particularidades. En primer término, se percibe cierta ligereza en el vertido de tales opiniones, lo que delata un conocimiento superficial del origen y la naturaleza del género.

Anagrama, 2013

En segundo lugar, en ciertos casos hallamos un afán de crear polémica fácil, y nada más seguro que hacerlo por la parte más delgada del hilo de la literatura: el de una poética aún en formación. ¿Y con qué motivo lo hacen estos autores? Quién sabe, puede que para levantar polvareda y nada más, para autopromocionarse.

O peor aún: quizás porque les genera pánico la democratización de la creatividad que se vive hoy día, una liberación nacida a caballo de las nuevas tecnologías y de las formas narrativas que se han adaptado fácilmente a estos medios. Además, ¿acaso se van a meter a criticar a la novela o al cuento como género? Eso ya está trillado: en su momento Sartre declaró la muerte de la novela, y más recientemente Luis Goytisolo le diagnosticó una crisis insalvable; y el cuento, se sabe, es el género sobre el que recaen los habituales prejuicios de la literatura, puesto que no es novedad que, en estas latitudes, ocupa la parte marginal de los catálogos editoriales.

Minúscula carne de cañón

Por tanto, si lo nuevo es el microrrelato, pues a la carga: metámonos con él. En un artículo publicado en 2009 en el suplemento cultural del diario ABC, el escritor Andrés Ibañez –autor de novelas como La lluvia de los inocentes o Memorias de un hombre de madera– no se corta un pelo al afirmar cosas como que “el 99,99 por ciento de los microrrelatos no son más que chorradas”; o “los microrrelatos no son literatura porque en realidad no son nada: ni es un género, ni un relato muy breve”; y esta es la mejor:

Los microrrelatos son a la literatura lo que un sobrecito de ketchup es a la alimentación humana. (Andrés Ibáñez)

Bestiario, 1972

Tras esta ristra de eslóganes, Ibáñez matiza su rapto de furia con argumentos en exceso débiles. Afirma, por ejemplo, que solo una frase nunca puede ser obra, sin tener en cuenta la cualidad formal más importante –e innovadora– del microrrelato: la extrema elipsis, que otorga al lector el protagonismo de rellenar los enormes espacios en blanco con su propio entendimiento y, de esa manera, perfilar por sí mismo el planteamiento, o el nudo, o quizás el desenlace que han sido elididos por el autor. ¿Acaso se puede considerar “frase” el siguiente texto de Juan José Arreola?

La mujer que amé se ha convertido en fantasma. Yo soy el lugar de las apariciones. (Cuento de horror, Juan José Arreola)

Ibáñez también sugiere que el interés por el microrrelato se debe a que no requiere tiempo ni esfuerzo de lectura, atributo propio de esta época en la que tenemos cosas más importantes que hacer que leer novelones. ¿Pero cuántos asiduos lectores de microrrelatos conocemos hoy? ¿Cuántos libros de narrativa hiperbreve se regalan en Navidad? No olvidemos que los best sellers que consume el gran público suelen ser obras de quinientas o mil páginas.

En realidad, el buen lector de microrrelatos no es un tío perezoso al que le da igual Max Aub que la contra del Mundo Deportivo. Es –debe ser– un lector al acecho, sumamente atento, consciente de que deberá edificar un mundo con la poquísima pero esencial información que le proporciona el autor. Un lector que habrá de coger la pala y excavar, excavar, y así obtener ulteriores significados ante cada relectura, al igual que los buenos poemas que cada nueva visita nos despierta sensaciones diferentes, siempre más intensas.

Páginas de Espuma, 2008

Existe, finalmente, otro motivo que esgrime Ibáñez para erradicar al microrrelato del canon occidental: que solo se basa en el ingenio. Una afirmación que, sin duda, habrá coloreado de rojo las mejillas de Fernando Valls, uno de los teóricos del género más reconocidos de España. Precisamente, el microrrelato –el buen microrrelato– es para Valls aquel que prescinde de los juegos de palabras, del chascarrillo y las bromitas. El microrrelato no es un chiste, sino “un relámpago de sentido” –tal su definición– capaz de estremecer la conciencia del lector y de poner en entredicho sus creencias con la mínima cantidad de recursos, recursos que estarán seleccionados con absoluto escrúpulo.

No es infrecuente que en su difundido blog La nave de los locos, Fernando Valls plante cara a todo aquel que ose afirmar que el microrrelato no es literatura, o que no es un género, o que son aburridos. Precisamente, es a Javier Marías a quien esta manifestación literaria le aburre sobremanera. De hecho, el autor de Tu rostro mañana fue más allá y en una entrevista concedida al diario El País los calificó de “insoportables”. Valls replicó que Marías solo critica la forma, como si todos los microrrelatos fueran malos. Y agrega: “Soportar puede no soportarse una novela, de hecho se publican numerosas novelas insoportables; pero ¿un microrrelato? Ni siquiera da tiempo a no soportarlo”.

Los males menores, 1993

El error de Marías radica en criticar solo el formato, nunca lo discursivo o lo temático: solo vilipendia la brevedad –le molesta que sean tan cortos–, pero no hace referencia a la capacidad de los buenos textos hiperbreves de profundizar en tan poco espacio, ni a su cariz esencial, ni a su carácter elíptico… Si Marías quedara para un café con Luis Mateo Díez, posiblemente este le respondería que “el microrrelato es ascético, una expresión verbal con una fuerte sugerencia narrativa, como una carga de profundidad”. El microrrelato es breve, sí, muy breve, pero no es solo eso.

El argentino Patricio Pron también ha manifestado su desagrado hacia el género en cuestión; y con el fin de demostrar que construir microrrelatos implica cierta facilidad de elaboración, este autor seleccionó ciertos textos hiperbreves de la antigüedad y los comparó con la supuesta ligereza con la que se los trata hoy.

Matices más, matices menos, lo que parece que más incomoda a estos autores no es tanto su tratamiento ni su ligereza, sino, insistimos, su extrema brevedad. Es cierto que la forma condiciona el discurso: en un microrrelato no es posible caracterizar personajes, establecer vastos escenarios o incluir digresiones. Pero este rasgo no necesariamente supone ligereza, sino más bien miramiento en su elaboración para conseguir mucho con muy poco.

Los niños tontos, 1956

Volcar la atención únicamente en la extrema brevedad acaba provocando una percepción distorsionada del género: si es breve es fácil de elaborar; si es fácil de elaborar muy bueno no debe ser; si no es bueno y tanta gente lo lee es que está sobrevalorado; si tanto gusta es porque apela a efectismos como el chiste o la sorpresa burda… No vamos a negar aquí que hay muchos, muchísimos microrrelatos malos. Es claro que la democratización de la creatividad genera inundación. Pero así como hay impurezas también hay genialidades; solo basta con pasearse por los más célebres volúmenes del género para comprobarlo, desde la antología Por favor, sea breve, compendiada por Clara Obligado, a La glorieta de los fugitivos, de José María Merino, pasando por el paradigmático Los niños tontos, de Ana María Matute.

Decir que el microrrelato es malo solo porque hay una cierta cantidad de textos hiperbreves malos es generalizar. ¿Por qué acaso no se dice lo mismo de la novela? Hoy día, en el mercado pululan montones de nefastas novelas que ultrajan el género, ¿acaso se dice por ello que el género novela es malo, que debido a ello todas las novelas del mundo son malas, o aburridas, o insoportables?

Fernando Valls ha asumido buena parte del compromiso en España para defender de tales embates las aún tenues ramas de esta poética incipiente. Sin embargo, su defensa a veces belicosa ante estos rechazos o desavenencias lo sumergen en debates que siempre acaban siendo pirotécnicos, y poco más: es habitual que en su blog publique autodefensas a su trabajo, una tras otra, y que, por repetitivas, acaben perdiendo el rigor e incluso el interés. Sin duda, lo mejor para Valls será continuar investigando y cultivando el trabajo crítico del género sin entrar en el juego de aquellos que vituperan sin fundamentos de base.

Es valioso, ¿pero es género?

Irene Andrés Suárez (ed.)

Ahora bien, en esta pugna hay una segunda contienda. En uno de los cuadriláteros se enfrentan los púgiles que ya hemos mencionado: los autores que abiertamente desprecian el género contra los que lo ensalzan. Pero en otro ring el debate es ligeramente distinto: estas dos facciones no niegan la valía del microrrelato, aunque sí están en desacuerdo sobre su condición genérica. En otras palabras: ¿es el microrrelato un género por derecho propio, o bien es un mero derivado del cuento?

El teórico David Roas se muestra furibundo ante la idea de que el microrrelato sea visto como un género, ya que considera que tan solo es una radicalización de las particularidades propias del cuento. Para Roas el cuento es flexibilidad, ya que está habituado “al replanteamiento constante de sus formas y límites”. Y dado este carácter innovador, el microrrelato viene a ser sencillamente una variante más de las tantas que tiene el cuento.

Irene Andrés-Suárez se ubica en la esquina opuesta del cuadrilátero, puesto que para esta académica el microrrelato es la simbiosis entre la evolución del cuento y de la prosa poética. Andrés destaca el carácter sumamente connotativo del microrrelato, que lo emparenta con la poesía. Y nos recuerda que los orígenes del género –con perdón a Roas por el uso de la palabra género– se detectan en las formas poéticas vanguardistas que se tornaban cada vez más narrativas, y en los cuentos de autores propensos a la experimentación –como Juan Ramón Jiménez o Ramón Gómez de la Serna–, que eran cada vez más breves. Todos factores que, según Andrés-Suárez, le dan al microrrelato una evolución independiente de la del cuento, al punto tal de considerarlo “el cuarto género narrativo”.

Colofón

Ya han pasado muchos, muchos años desde que Ana María Matute publicara el atrevido Los niños tontos –¡microrrelatos fantásticos en la ultrarrealista España de los cincuenta!–, o de que Max Aub rompiera esquemas con su descacharrante Crímenes ejemplares. Por eso no deja de llamar la atención que en este lado del mundo todavía no se haya llegado a un consenso ni en muchos casos a un debate maduro sobre la valía cultural del microrrelato. Puede que sea cierto eso de que lo nuevo causa miedo.

Por tal motivo, no está de más comparar este proceso –al que aún le queda mucho por andar– con el que ha experimentado la novela corta o la nouvelle, en su momento considerada una escisión de la novela, o un territorio compartido con el cuento, y que hoy es percibida como una forma narrativa independiente, ya que se distingue de uno u otro género por sus diferentes particularidades morfológicas, formales y, en ocasiones, discursivas; un ejemplo es la caracterización de los personajes, que en la novela corta son menos que en la novela tradicional, pero tratados con una profundidad mayor que en el cuento –en el que la psicología de los personajes no es tan importante como sí lo son las acciones que llevan a cabo–.

En fin. Puede que no esté demasiado lejos el día en que se deje de ver al microrrelato como una mariconada para principiantes, o como un territorio pseudoliterario solo dirigido a quienes quieren reírse un rato. El debate seguirá evolucionando al mismo ritmo que la propia poética del microrrelato, sea género o no. Y mientras tanto, el dinosaurio aún seguirá allí, impertérrito, oteándonos con suspicacia.
 

Sobre el autor
(Buenos Aires, 1979). Ha publicado el libro de relatos «Como un cuentagotas que se presiona suave, muy suavemente» (Hijos del Hule, 2009), la novela corta «Volveré mil veces» (Pulso, 2015) y relatos en numerosas antologías. Estudió publicidad, corrección de estilo y teoría de la literatura. Ha ejercido trabajos de los más variados, desde profesor de castellano en Kenia a encuestador callejero, de empleado aeronáutico a columnista radial. Ha colaborado en diferentes proyectos editoriales para sellos como Círculo de Lectores o Planeta. Hoy es profesor de narrativa y cuento en la Escola d'Escriptura del Ateneu Barcelonés.
3 total comments on this postSubmit yours
  1. Excelente análisis.

  2. Excelente artículo, felicitaciones.

  3. Un minicuento no es un esfuerzo muy grande, pero un libro de minicuentos lo es tanto como otro de cuentos largos o una novela. La cantidad de ideas que hay que usar para cada minicuento -es un mundo por sí solo cada uno- es algo que no siempre puede lograr cualquier escritor. Saludos

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