Eduardo Ruiz Sosa: “La división entre «ciencias» y «humanidades» limita nuestra relación con el mundo”


Eduardo Ruiz Sosa (Culiacán, México, 1983), escritor, ingeniero industrial, doctor en Historia de la Ciencia y residente en Cerdanyola del Vallès (Barcelona). Ruiz Sosa ha publicado recientemente la sorprendente novela Anatomía de la Memoria (Candaya, 2014). En 2007 obtuvo el Premio Nacional de Literatura Inés Arredondo con La voluntad de marcharse (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2008). Textos suyos han aparecido en las antologías: A fin de cuentos, La letra en la mirada, Renovigo, Siete caminos de sangre y Emergencias, doce cuentos iberoamericanos (Candaya, 2013).

Tu formación académica es mayormente científica, eres doctor en Historia de la Ciencia, y ahora proyectas serlo en Filología Española, ¿cómo nace tu interés por la escritura y cómo compatibilizas el pensamiento científico con la actividad artístico-literaria?

Creo que no hay una razón de peso para separar lo que habitualmente distinguimos como «ciencias» y «humanidades». Algunos de mis primeros acercamientos a la lectura se cifraban, desde luego, en la literatura. Sin embargo, las primeras cosas que leí con verdadero interés y con mucha intensidad, además de Mafalda, que fue quizá la primera de todas mis lecturas, fueron, pues, libros de ciencia, sobre astronomía y física, principalmente: fue ahí donde comenzó un interés, muy sencillo, por la lectura en general y por lo que constantemente se podía leer, a manera de frase hecha, en muchos de esos libros y enciclopedias de temas científicos: «las grandes preguntas del universo» o «las grandes preguntas de la humanidad».

Como fui alternando lecturas diversas no encuentro una diferencia rotunda salvo, claro, en la intencionalidad de cada discurso. Si bien todo el conocimiento se afana en buscar respuestas, el discurso de ese conocimiento puede sesgar la búsqueda, manipularla, es decir: no es la disciplina la que se aleja de lo humano, sino que el discurso que erige a esa disciplina como cosa única y especial es lo que elige, promueve, censura o limita las preguntas que uno puede formular a cada una de las diferentes aproximaciones a los fenómenos.

No diré que hay poesía en el universo ni que hay música en los astros –poesía y música son actividades meramente humanas– ni tampoco digo que haya una ciencia que regula metódicamente la creación artística, el poema, a veces, tiene la misma naturaleza que un fogonazo. No se trata de una mezcla de dos entes heterogéneos, sino de una realidad ante la que planteamos diferentes aproximaciones.

Esa división que normalmente se hace entre «ciencias» y «humanidades» termina limitando nuestras capacidades de aprehender el mundo y nuestra relación con él. Yo cursé la carrera de ingeniería industrial mientras asistía a un curso de escritura en Culiacán, dirigido por Élmer Mendoza, y nunca me pareció que estaba haciendo algo incompatible –aunque muchas veces así me lo hicieron saber diversas opiniones– y alguna vez lo llegué a considerar. Cierto es que luego de haber trabajado un tiempo como ingeniero, poco tiempo realmente, me di cuenta de que es una actividad que no se ajusta a mis intereses: me interesan las preguntas, no la constante reproducción de una respuesta, aunque sea útil.

Por eso es que ahora estoy acabando el doctorado en Filología Española y mi intención es dedicarme a la docencia: ciencia, historia, filosofía y literatura son puntos cardinales, apenas, de una misma brújula.

En todo esto hay de fondo el problema de las magnitudes. Vemos todo como algo mesurable, y de esa manera, más o menos científica, nos acercamos a las cosas; pero hay lo que es imposible de medir, lo que no se explica por magnitudes sino por afectación. Lo que se siente, lo que se piensa. Hay, así lo creo, tantas aproximaciones como fenómenos podemos atestiguar.

Eres originario de Culiacán (México), pero llevas muchos años viviendo en Cataluña. ¿Qué factores te motivaron a venir a Europa?

Quería tener una perspectiva diferente de las cosas, quería viajar, quería leer, quería salir de una cierta comodidad que podía irse asentando en mi vida. Viajar, no en el sentido del turista, sino en un sentido semejante al nomadismo, es una forma de quebrar ese orden que constantemente buscamos para mantenernos en un espectro de comodidad.

Estando inmerso en un medio determinado es difícil comprender la naturaleza de ese medio, ver sus proporciones de forma distinta. Hace falta alejarse un poco, tomar perspectiva, escuchar otras versiones, otros problemas, otras relaciones con el mundo. Yo necesitaba una manera distinta de ver la ciudad, el país en que nací, las cosas que ahí estaban pasando, para asimilar nuevas ideas y construirme una forma de escribir que me permitiera abordar esas impresiones que, sin la distancia, no podría tener. A veces hace falta un distanciamiento para aprehender la cercanía.

Respecto al panorama literario de México, ¿qué escritores, poetas y ensayistas te son más afines? 

En primer término debo mencionar a tres escritores: Juan Rulfo, Salvador Elizondo y Fernando del Paso. En ellos tres se cifra gran parte de la literatura que me interesa desarrollar. Son, por así decirlo, buena parte del fundamento a partir del cual pretendo escribir. De ellos, respectivamente, Pedro Páramo (1955), Farabeuf, o la crónica de un instante (1965) y Palinuro de México (1977), son libros a los que vuelvo de tanto en tanto y en los que siempre encuentro un aprendizaje hondo y hermoso.

Si hablo de escritores más recientes, en cambio, puedo mencionar a David Toscana y Daniel Sada, que son referentes muy importantes para mí. Sobre la poesía me cuesta más elegir algunos nombres, pero, obviando los más habituales, puedo mencionar a Efraín Huerta, José Carlos Becerra, Rubén Bonifaz Nuño o Eduardo Lizalde, por ejemplo.

Hay, también, un pequeño número de poetas jóvenes que influyeron mucho en mi formación y mis lecturas y cuya poesía me es especialmente cercana y querida. Francisco Alcaraz, Óscar Paúl Castro y Francisco Meza, ellos, en buena medida, fueron moldeando una parte importante de mis primeras lecturas de poesía. El ensayo, que es un género más movedizo, me coloca entre lecturas de Sergio González Rodríguez, Luigi Amara, Gabriel Zaid y Alejandro Rossi, por decir algunos.

Sin embargo, creo que habría que decir que las lecturas más influyentes en mi percepción de la escritura pasan por autores de diversas nacionalidades. En poesía, por ejemplo, para seguir el mismo orden que antes, están César Vallejo, Antonio Gamoneda, Gonzalo Rojas, Fernando Pessoa, Roberto Juarroz. En narrativa Danilo Kis, José Donoso, Clarice Lispector, Djuna Barnes, John Barth, Antonio Lobo Antunes, Álvaro Mutis, y tantos más. Y en ensayo Cyril Connolly, Peter Handke, Borges, Eugenio Montejo, y la lista es más larga.

En 2012 fuiste ganador de la Primera Beca de Creación Literaria Han Nefkens, lo que te permitió disponer de tiempo, y dinero, para la escritura de tu novela Anatomía de la memoria. ¿Nos podrías contar tu experiencia?

Yo estaba a punto de terminar el doctorado en Historia de la ciencia y hacía un año había empezado el doctorado en Filología, sin embargo, la beca de estudios con que me mantuve económicamente durante tantos años llegaba a su fin. En teoría debía volver de inmediato a México, no obstante yo estaba a medio camino de un proyecto largo, un libro, que, ahora, lleva unos siete años de trabajo. De ese proyecto han salidos otros muchos, derivados de ideas o personajes que forman parte de aquel. Por ejemplo, de ahí salió un libro de crónicas, y fue de ahí de donde salió Anatomía de la memoria. Mi intención era dedicar más tiempo a estos proyectos y fue entonces que solicité la beca Han Nefkens. La oportunidad de dedicar a la lectura y a la escritura todo el tiempo del que disponía me ha dado un valioso aprendizaje.

He podido conocer a personas que ahora son muy importantes para mí y he vivido algunas experiencias interesantes. Desde el máster de Creación Literaria de la Universidad Pompeu Fabra y la relación tan cordial con el propio Han Nefkens, hasta el trato amistoso y distendido con los editores de Candaya, Olga y Paco, y con todos los que forman parte de esa cofradía alrededor de la editorial. Dedicar todo el día a la escritura fue, sin duda, un elemento clave para la concepción del libro. De otra manera me habría tomado muchísimo más tiempo escribirlo. Gané tiempo para la lectura y para centrarme, casi sin distracciones, en la hechura del libro.

El título, tal y como también se menciona a lo largo de la novela, alude a la obra del siglo XVII Anatomía de la melancolía escrita por Robert Burton. ¿Cómo nace esta idea de crear una obra que disecciona una determinada capacidad humana?

La intención de Robert Burton, según él mismo explica en el prólogo de Anatomía de la melancolía (1621), es la de anatomizar la melancolía como se hace, o se hacía en aquel tiempo, con cualquier otro padecimiento del cuerpo o del alma del ser humano.

Mi intención, partiendo, desde luego, de las premisas de Burton, es la de anatomizar la memoria en la misma manera: como una enfermedad del cuerpo y del espíritu. En este sentido, la relación de esta forma de aproximarse al hecho de la memoria con los elementos centrales de la trama, el grupo revolucionario de los Enfermos, me daban la posibilidad de congregar en el libro una serie de maneras de abordar la memoria y sus efectos.

El libro de Burton lo conocí hace unos años y, más allá de su valor como libro de ciencia en su particular contexto histórico, me parece que es un «libro» en toda la extensión de la palabra. Desde el lenguaje, la estructura, las referencias, los ensayos que lleva incrustados, las pequeñas historias y sus personajes, Anatomía de la melancolía es un intento por entender al ser humano. Lo que yo quería hacer con mi libro era justamente eso, partiendo, como decía, desde una disección de la memoria en sus diversas manifestaciones.

En los últimos años ha habido un interés creciente por recuperar momentos históricos determinados que han permitido labrar la denominada memoria histórica en un juego de identidad sobre la propia nación. ¿Cuál es tu opinión al respecto?

Para mí no se trata, como eje central, de la recuperación de la historia de los movimientos estudiantiles en México, aunque sí hay una buena parte de esto. Sin embargo, creo que es más importante la idea de evocar, mediante anécdotas, personajes y, sobre todo, mediante el lenguaje, una emotividad que ya puede asociarse tanto a los hechos narrados en el libro como a cualquier otra serie de hechos donde el olvido, la violencia y demás elementos importantes del texto horaden y afecten a las personas.

No es equivalente a decir que la historia es una excusa para hacer pasar, hacia el lector, una serie de ideas preconcebidas. No, es más bien que las ideas se fueron construyendo y reconstruyendo durante la propia escritura, a la par que la historia y los personajes. La memoria es el eje principal, sí, pero la memoria se compone de tantas cosas, y hay tantas cosas en la memoria, que el libro debía ser una summa de todo ello. No me interesa la historia como una serie de hechos en una lista bien narrada. Me interesa lo afectivo de la historia, lo que de los hechos queda en nosotros.

A lo largo de toda la narración abundan citas de otros autores. ¿Qué papel juegan en la novela?

Los epígrafes cumplen varias funciones dentro del libro. En primer término separan algunos de los fragmentos del libro y de alguna manera sirven como títulos o como anuncios de lo que se contará a continuación o bien como explicación simbólica de aquello que subyace en la anécdota de cada fragmento. En uno de los borradores casi definitivos del libro cada fragmento tenía un epígrafe. Estructuralmente me ayudaban a mantener un orden. Yo sabía, leyendo el epígrafe, qué seguía en la historia, o qué cosas debía abordar mediante la historia.

Algunos de esos epígrafes desaparecieron, porque dejaron de serme útiles o porque, de alguna manera, el texto tomó otro camino. Los que quedaron, que ciertamente son numerosos, funcionan, para mí, como sendas de lecturas. No solamente me interesa que mi libro sea leído, sino que su lectura pueda conducir al lector a otra serie de lecturas porque creo que el leer es de esta naturaleza: una cadena casi interminable de libros y experiencias.

La novela tiene lugar en Orabá, que mantiene una conexión directa con tu ciudad natal, pues es el nombre de una isla-parque. ¿Qué te ha llevado a ambientar la novela en esta parte de México? ¿Se trata de la disección de tu propia memoria de juventud?

Orabá, en la antigua lengua indígena de la zona, significa «donde el río regresa». Este significado cobró para mí un sentido simbólico con respecto a la memoria. Hay un lugar, o creemos que hay un lugar, donde la memoria vuelve a nosotros, o donde el pasado vuelve a nosotros, o donde convocamos el olvido para curarnos de los pesares anteriores. Quería descargar de su peso real a la ciudad donde ocurre la historia. Orabá es un sitio donde puede ocurrir la historia de los Enfermos, pero también la de los otros personajes y muchas otras historias diversas.

En todo caso sería el lugar donde puedo unir mi memoria con la memoria de mis padres, de mis abuelas, de mis amigos, pero también puedo unir las diversas memorias que he conocido en otros lugares. Ahí, en Orabá, cabe también Tijuana, por ejemplo, donde pasé un tiempo al terminar la universidad, y cabe también Barcelona, y Cerdanyola, y todos los personajes que en medio de estos lugares y en otros tienen existencia.

La novela parte del encargo de Estiarte Salomón por escribir la biografía del poeta Juan Pablo Orígenes, pero desemboca en el retrato de todo un grupo universitario: los Enfermos. ¿Cómo los definirías?

«La enfermedad infantil del izquierdismo en el comunismo», una frase de un texto de Lenin. De ahí viene su nombre. Cuando yo era pequeño y escuchaba esas historias, lo que más llamaba mi atención era, precisamente, que los llamaran Enfermos. Su historia es real, aunque el libro no trata de evocar una historia real, y muchos de los hechos que se cuentan son inventados a partir de algunas cuantas cosas reales. Bajo ninguna circunstancia justifico la violencia. Perseguir la justicia con la violencia es ya ser injusto: la relación y la denominación de víctima y verdugo no tiene fin.

Eduardo Ruiz, 2008

No me interesa, por tanto, reivindicar lo que los Enfermos, u otros grupos de aquellos años, hicieron. Me interesa saber, explicar, evocar, lo que se siente hoy después de todo aquello y preguntarme qué ha pasado desde entonces, qué deberíamos hacer hoy, cuando esa violencia sigue existiendo de maneras tan diversas y terribles. Me interesa, pues, pensar en los efectos de la memoria en el presente.

La estructura de la novela se plantea como un diálogo entre Salomón y el resto de personajes, un diálogo que parte de preguntas y respuestas, pero también de impresiones. ¿Cómo nace esta idea?

La memoria, así lo creo yo, se hace y se deshace en la oralidad, en la conversación, en la palabra enunciada hacia los otros, esa palabra que puede tener réplica, que puede tener un contrapunto, que puede salir de nosotros y lastimar a alguien, o que puede volver y darnos una bofetada. En cambio, la palabra escrita es la fijación, con clavos y tornillos, de una memoria que bien puede ser tiránica o bien puede ser consensuada, es decir, que satisfaga a todos y sea, por tanto, falsa.

Por esto creí que había que mezclar estas dos formas de hacer y conservar la memoria. Por eso casi todo el libro se desarrolla como una serie de entrevistas y conversaciones, y por eso hay, al margen de estas entrevistas, la voluntad de escribir lo que se dice, de fijarlo. Pero ese proceso de fijación que es la escritura no logra, en el libro, decidirse por ninguna de las historias en concreto, ninguna de las diversas versiones de una misma historia. La oralidad de los hechos es también su condena a una reconfiguración, a un olvido de ciertos detalles, a una completa transformación muchos años después, cuando volvemos a contárnoslos o a contárselos a alguien más y entonces se muestra la duda, la contradicción, la omisión voluntaria o involuntaria de algunos detalles.

Es por eso que el libro es un constante hablar. Es en la conversación donde uno se desdibuja con más facilidad, eso creo yo. Una vez, en una reunión entre mis padres y amigos suyos, durante la evocación de un recuerdo de la juventud, cada uno contó los hechos de forma distinta, y no lograban ponerse de acuerdo, o incluso no querían ponerse de acuerdo porque el recuerdo es una posesión preciada de cada uno de nosotros. Ahí fue cuando lo vi más claro: la memoria y sus caminos son una conversación, solitaria o multitudinaria, donde nunca estamos de acuerdo.

Salomón reconstruye una historia plural, que tú mismo recoges, incluyendo la labor del biógrafo. ¿Se podría ver una especie de alter ego entre Salomón y tú en este esfuerzo por recolección de diferentes impresiones para la construcción de un episodio concreto?

Yo asumo, en todo caso, el lugar del narrador. No intenté, pues, ningún tipo de proyección en ese sentido. Salomón es, ciertamente, parte del catalizador de las conversaciones. Pero muchas de esas conversaciones tienen lugar cuando él no está, cuando los personajes, solos, se sienten en confianza lejos de él. Es verdad que hay algo en común entre la labor del personaje y la mía pero es una mera coincidencia.

Cada uno de los personajes tiene algo mío, es cierto, pero tiene también algo de las personas que conozco, y eso hace que sean individuos casi independientes. Y esos elementos en común no son propios de una labor o de una intencionalidad, sino de una emotividad, de una afectación genuina y personal.

La violencia y la muerte están muy presentes en toda la obra. ¿Cuál es el papel de estos dos componentes en tu novela?

Violencia y muerte son, por desgracia, grandes espinas encajadas en el cuerpo de todos nosotros. No es cosa única de los Enfermos, o de los movimientos revolucionarios de aquella o de cualquier otra época. Son verdades y mentiras muy grandes que siguen golpeando a diario a tantísimas personas. Aunque viva lejos de Culiacán, no puedo escapar de esa violencia y del temor de esa violencia. Allí está mi familia, mis amigos, tantas personas queridas.

Esa violencia, cuando uno se aleja físicamente, sigue caminando detrás, es una sombra que no mengua, y nuestro empeño es ir salvando lo que se pueda, ir rescatando, como hace Lida Pastor, ir sanando, lo herido y lo roto. Dentro del libro, violencia y muerte no son, propiamente, denuncias de un estado de cosas, ojalá y eso sirviera de algo, pero lo dudo mucho. Se trata más bien de una declaración de intenciones, de una declaración de conciencia: esto no es normal, y no hay manera de habituarse a ello.

Por otro lado, formas parte de la revista La Junta de Carter, ¿cómo nace esta decisión de crear una revista digital? ¿Nos podrías contar cuál es tu tarea?

En el Máster de Creación Literaria, de la Universidad Pomepu Fabra, que cursé gracias a la beca Han Nefkens, conocí a tres compañeros, escritores, con los que conecté inmediatamente: Inma Aljaro, Pablo Esguevillas y Albert Rubio Costa. Con ellos comenzó la idea de La Junta de Carter. Luego se unieron al proyecto Ernesto Jiménez, el diseñador, y Marco Sanz, ensayista mexicano, y la cosa empezó a andar.

La revista pretende ofrecer un espacio de lectura, no un espacio de noticias o novedades culturales. Sabemos que hay muchas revistas que buenamente y con mucho talento hacen esa labor de mantener al día las lecturas, las reseñas, las ideas y discusiones en torno a los libros y los acontecimientos actuales. Sin embargo nosotros decidimos crear un espacio dedicado exclusivamente a la creación. Aunque hay una pequeña sección de reseñas, en general, la revista tiene una sección para cuento, ensayo, crónica, poesía y entrevistas, donde se publica a autores de diversas edades y procedencias. Hay también una sección donde los cinco escritores tenemos cada uno una columna fija. En mi caso se trata de una suerte de ensayo largo presentado por capítulos y que se llama “Silva de sombra”.

Tenemos una novela por entregas donde se narra la búsqueda de un personaje llamado Carter y, por último, además de una sección donde vamos compilando definiciones inventadas de palabras en desuso, ilustramos la revista con el trabajo de diferentes dibujantes, pintores y fotógrafos. La intención es que se convierta en un punto de contacto donde sea posible descubrir, por lo que escriben, a autores que quizás tenemos un poco lejos, por la razón que sea, proporcionar a los lectores una muestra de sus trabajos para que, si hay interés, busquen sus libros o sus publicaciones en otros medios.

Para terminar, ¿nos podrías contar en qué proyectos te encuentras metido?

Estoy corrigiendo un libro de crónicas que escribí hace un par de años y he vuelto, después de muchísimo tiempo, a escribir poesía. Estoy trabajando ahora en lo que podría ser, aunque no estoy muy seguro todavía, un libro de poemas. Quiero volver a aquel proyecto que está detenido desde que comencé con Anatomía de la memoria y dedicarle más tiempo, aunque sé que es un libro que me tomará mucho espacio y que puede ser que se parta en varios libros, por la extensión.

Ahora mismo estoy terminando la tesis del doctorado en Filología Española. Es un trabajo sobre escritores latinoamericanos que abordaron la escritura de fragmentos (notas, aforismos, etc.), y a partir de los cuales pretendo hacer un esbozo en torno a la manera en que el lenguaje ha afectado nuestra construcción y percepción de la política, el Estado, las instituciones y nuestra relación con esas construcciones abstractas donde es tan fácil ya perderse y dejar de ser persona, convertirse en un número, una estadística.
 

Sobre el autor
(Salon de Provence, 1986). Aunque nacida en Francia, España es, sin lugar a dudas, su país de adopción. De hecho, se especializó en literatura española y, concretamente, cursa un doctorado sobre dramaturgia contemporánea. Es co-directora de la Revista de Investigación Teatral Anagnórisis. Y, a pesar de la crisis, también co-dirige la Editorial Anagnórisis, sello digital especializado en teatro y estudios humanísticos.
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