Las imágenes de este videoclip nos fascinan tanto como nos inquietan. ¿Quién es ese hombre envuelto en luz que oculta su rostro tras una pantalla de leds? ¿Está interpretando una composición musical o es tan solo el operador de un terminal, una mera extensión de un sistema informático?
No lo sabemos. Y nos intriga. No vemos su cara, ni él puede vernos a nosotros. Se diría que vive una reclusión voluntaria en el interior de su casco-pantalla de luz. Está claro que el mundo exterior no le interesa. Prefiere vivir deslumbrado, extasiado y aislado dentro de su burbuja de leds, conectado a un flujo constante y sincopado de datos. Él, definitivamente, habita ya en otro lugar muy distinto a este.
¿Y cómo es ese sitio? Tampoco lo sabemos. Desde luego es un lugar donde no hace falta moverse. La información llega a él instantáneamente, en tiempo real. El desplazamiento no es necesario porque todos los datos de la red se proyectan en su pantalla-casco de forma sincrónica e inmediata.
Dentro del casco, este hombre recibe y envía impulsos eléctricos que viajan por cables de fibra óptica a la velocidad de la luz. Como decía Paul Virilio, una velocidad terminal que no es posible ya sobrepasar. Este hombre habita, por tanto, en el límite –en el non plus ultra, en los confines del espacio-tiempo–. Ha colisionado con las fronteras de la física y vaga entrópicamente en una red cerrada de impulsos eléctricos y lumínicos.
¿No sentirá una cierta claustrofobia dentro de ese mundo terminal? No lo sabemos y quisiéramos preguntárselo pero no nos es posible comunicarnos con él. Uno le tendería la mano y lo traería de vuelta a casa pero nuestros intentos de conexión han sido permanentemente denegados. Está demasiado abstraído tras su pantalla como para que establezcamos contacto ya con él.
