El indulto al exdictador Alberto Fujimori –otorgado la pasada Nochebuena– ha abierto la caja de truenos y provocado una profunda crisis política en Perú. Entrevistamos al escritor Diego Trelles Paz (Lima, 1977), quien nos habla de su nuevo libro, La procesión infinita (Anagrama, 2017), una inmersión en el intríngulis de los años de tiranía y de cómo, en la actualidad, el ultraderechista clan Fujimori maneja los hilos del poder. Una novela polifónica, crítica y desgarradora, que trata también la amistad, el exilio, el desarraigo, el suicidio y el duelo. Trelles es autor de otros títulos, entre los que destacan: Bioy (Ediciones Destino, 2012), El círculo de los escritores asesinos (Candaya, 2006) y Hudson el redentor (Libros Caleta, 2001).
En La procesión infinita se dan cita distintos aspectos de la historia reciente del Perú y se hace hincapié en la vigencia de las formas tiránicas del fujimorismo. ¿Cuál es tu lectura acerca del panorama político actual del país andino tras el indulto presidencial?
Una de las ideas fundamentales de la novela es que la dictadura fujimorista cae en 2000 pero nunca se va del todo: tiene un legado poderoso y peligroso que persiste hasta el presente. Esa idea nació de ciertos síntomas e indicios que eran evidentes en una época insólita en la que cierto progresismo académico buscó vendernos la imagen de un fujimorismo arrepentido que pedía una oportunidad para gobernar.
En el momento de escribir La procesión infinita, no imaginé la dimensión ni la gravedad de este resurgimiento: la paulatina radicalización que vemos hoy en este fujimorismo-post-Alberto que ha tomado el Congreso, y está buscando tomar el poder antes de una probable derrota electoral en 2021.
Decir ahora que la estela de la dictadura se cierne sobre el Perú resulta una obviedad, basta comprobar el renacimiento de la prensa chicha y la normalización de ese salvajismo con el que el fujimorismo manda, impone y ordena. Si el fujimorismo puede acumular tanto poder y amenazar a toda la clase política peruana es porque, a estas alturas, tras la farsa grosera del indulto al dictador Alberto Fujimori, ya no tenemos presidente.
Si antes Kuzcynski era una figura decorativa que nunca estuvo dispuesta a hacer política, ahora es un presidente con las horas contadas. Un fantoche al que no quiere ni cree nadie: ni la oposición ni la ciudadanía ni siquiera el mismo fujimorismo al que siempre, desde que pidió el voto por Keiko Fujimori en 2011, tendió la mano humillándose. Ni bien se hizo pública su participación en el escándalo de corrupción de Odebrecht, Kuzcynski solo aparecía en los medios para saludar a la selección de fútbol. Luego lo ocultaban. A veces era mejor que no declarase.
Con la farsa del indulto, el panorama para el presidente es tan negro que el más optimista de los analistas solo le da hasta julio. A mí me parece que tendrá que renunciar antes. Lo que Kuczynski le hizo a sus electores, a las personalidades que lo apoyaron para que no fuera vacado por el Congreso, y a los deudos y víctimas de la dictadura fujimorista a los que prometió en campaña no dar el indulto, fue escupirles en el rostro.
Les mintió a todos. Mientras estaban a punto de vacarlo con evidentes pruebas de corrupción, Kuzcynski negociaba por lo bajo la liberación de Fujimori para evitarlo. Luego, en solo dos días, aprueba un indulto “express” al que llama “humanitario” y, bajo pretexto de no dejarlo morir en la cárcel (una cárcel de oro por cierto), libera al dictador. Fujimori no se estaba muriendo y lo primero que hizo al salir fue darle un mensaje a la nación.
El indulto “humanitario” es una estafa en toda regla. Y tanto Kuczynski como su premier y el gabinete improvisado que acaba de entrar le piden ahora a los peruanos que nos reconciliemos. La política del cinismo está pidiendo una tregua imposible.
Nos gobierna un sinvergüenza que le mintió al país y que todavía tiene que responder ante la ley por el escándalo de corrupción de Odebrecht en el que está metido hasta el pescuezo. Se viene la quinta marcha ciudadana contra el indulto y pidiendo su renuncia. Lo de Kuzcynski es insostenible.
Mi lectura del panorama político actual es muy simple: todo esto es un fraude.
En el libro planteas dos imágenes clave del contexto socio-político peruano: por un lado, “procesión”, como desfile colectivo y ritual. Por otro, la conexión con la frase proverbial “la procesión va por dentro”. ¿Qué te ha llevado a retratar la autodestrucción moral del Perú del siglo XXI?
La procesión infinita habla del duelo no resuelto, de la melancolía y de sus catastróficas consecuencias. Pese a todo lo que sufrimos, a que tocamos fondo y estuvimos sumidos en una suerte de limbo sangriento, los peruanos aprendimos muy poco y olvidamos muy rápido. Hoy en día, el odio es igual o peor, y mucha gente prefiere voltear la cara como si ese gesto pudiera desaparecerlo. La evasión en el Perú es una forma de vida.
Personajes de la novela como el Chato y Francisco buscan evadir esos veinte años de violencia con los que crecen hasta que se dan cuenta de que no pueden. Ocurre lo mismo con Cayetana Herencia, Mateo Hoffman y Pochito Tenebroso. No importa cuán lejos huyan: la violencia los persigue porque los formó y porque en el Perú ese trauma es una herida abierta. La reconciliación es un proceso que repugna a muchos peruanos, incluso a los que no sufrieron nada.
Entre los temas también figuran la amistad, el exilio, el desarraigo, la cocaína, el suicidio y el duelo. ¿Cómo has logrado conjugar todas estas cuestiones con tus proyectos narrativos y tus “necesidades estéticas”?
No todos los nombrados son motivos de mi literatura, pese a estar presentes en la trama. Algunas sí son preocupaciones recurrentes (la violencia política, la vida literaria, el suicidio, el exilio); a otros llegué por la misma historia. Muchas de las cosas que se narran en La procesión infinita ocurrieron en la vida real. Creo que, después de Hudson el redentor, este es el libro más autobiográfico que he escrito. Me interesaba hablar de la amistad, de ese compromiso a muerte que uno tiene con alguien que quiere y lo quiere.
Me había dado cuenta de que, en casi todos mis libros anteriores, la amistad se termina quebrando, y es volátil y débil, y todos son un poco cínicos. En La procesión infinita, pese a la tragedia general, incluso en la traición, hay un desaliento y un lamento genuino por el amigo que cae o se pierde.
Borges en Arte poética dice: “El arte debe ser como ese espejo que nos revela nuestra propia cara”. En tu libro hay una construcción dual de los personajes. ¿Existe una intención artística de explorar la mente y la condición humana?
No sé si se nota pero la exploración recurrente en el tema de los dobles viene de mi acercamiento a Jorge Luis Borges. Muy poca gente menciona a Borges cuando habla de lo que escribo, pero Borges aparece hasta como personaje en un capítulo de El círculo de los escritores asesinos. Todo lo relacionado con el doppelgänger nace por la fascinación que siento por la falsificaciónde la realidad sobre la realidad misma.
El verdadero motor de El círculo de los escritores asesinos no es el asesinato del crítico literario, sino la forma que tienen los sospechosos de ocultarlo. Esto lo vas a encontrar también en el enigmático Marcos de Bioy. Como en “La forma de la espada”, que es el cuento perfecto de Borges sobre el tema, mis personajes inciden en la realidad misma para transformarla. La falsificación también es literatura.
Los conceptos literarios del “otro yo” y “los espejos enfrentados” también se proyectan al retrato de los escenarios, sobre todo cuando se habla de París. ¿Cómo ha sido la experiencia de plasmar novelísticamente la ciudad donde resides?
Fue muy natural, y también muy triste, después de los atentados. El París de La procesión infinita no tiene mucho que ver con la ciudad luz de los museos y los monumentos históricos. Más que la capital del turismo culto es un espacio de confusión y confrontación donde flota el miedo.
Ha sido terrible para mí volver a sentir, justo aquí en el corazón de Europa, la misma situación de angustia y desprotección que sentía en el Perú del terrorismo y la dictadura. Escribir sobre ello me sirvió para enfrentarlo.
El libro tiene una estructura polifónica y multigenérica (policial, prosa memorialística, epistolar, dietario y análisis periodístico e incluso ensayo). ¿Seguiste alguna estrategia a la hora de escribir esta obra?
No creo que se pueda escribir algo de calidad siguiendo una estrategia. Es la misma historia y los personajes los que te van mostrando la forma. La mayor dificultad de la novela no está en el plano o la arquitectura sino en el proceso de construcción que, a veces, puede alterar por completo los cimientos más sólidos. Hay que saber escuchar y entender qué te exige una historia para intentar reflejar la complejidad de la realidad.
En La procesión infinita, por ejemplo, hay muchas elipsis, vacíos que buscan la complicidad del lector para llenar lo que falta. Si funcionan es porque el trabajo con los personajes ha sido más enfático. De esto me di cuenta mientras la iba escribiendo.
La forma es siempre volátil, por lo menos para mí. Mi trabajo es entender esa exigencia y modularla con paciencia, como un artesano.
La procesión infinita junto a tu anterior novela Bioy (Destino, 2012) forman parte de una trilogía sobre la violencia política en Perú. ¿Alguna pista en relación a la siguiente pieza de la trilogía?
Más que pistas, una intuición: cierro con una suerte de fresco de distintas historias que representan al Perú que tenemos hoy mismo. No es un buen momento para el país. Estamos, un poco, a la deriva, sumidos en incertidumbre. ¿Cómo llegamos a esto luego de diecisiete años de sostener nuestra endeble democracia? Echarle la culpa de todo al fujimorismo es no haber entendido nada.
Apenas cayó la dictadura, decir que eras fujimorista era impúdico. Hoy ya no da vergüenza y, para muchos, es hasta motivo de orgullo. Si el fujimorismo existe y tiene tanto poder en el Perú es porque una gran parte de la ciudadanía piensa que la extrema derecha es una opción viable. Aunque como ciudadano me parece repudiable, como escritor me interesa porque me asusta.
La novela está dedicada al poeta uruguayo Enrique Fierro y a los escritores peruanos Oswaldo Reynoso y Miguel Gutiérrez, fallecidos en 2016. ¿Cuál ha sido el aporte de ellos en tu carrera de escritor?
Es un homenaje a aquellos que me enseñaron que escribir el mejor libro que uno pueda escribir, es lo único importante. Fueron mis amigos. Fueron también mis maestros. Los tres, en vida, aparecieron en mis libros. Fue una forma de gratitud.
Enrique Fierro fue un padre para mí. Sigo pensando en él. Lo sigo llorando.