El escritor peruano Martín Roldán Ruiz (Lima, 1970) recrea en este artículo el complejo contexto socio-político que da pie a su primera novela Generación cochebomba (Pepitas de calabaza, 2015). Perú, años 80, terrorismo de estado y de Sendero Luminoso, bancarrota económica, corrupción, exclusión social y racismo. La versión andina del no futuro anglosajón se expresa en el Perú a través de grupos de adolescentes vinculados a un movimiento contracultural denominado rock subterráneo. Roldán –autor también de los libros de relatos Este amor no es para cobardes y Podemos ser héroes– escribió Generación cochebomba basándose en experiencias reales, escenarios y figuras de su propio entorno callejero.
Violencia política
Nadie imaginaba que el entusiasmo generado por la vuelta a la democracia –tras doce años de gobiernos militares y de la llegada a principios de 1980 de la televisión en color a Perú– se iba a ir de cara al suelo. Nadie. Ese mismo año, el 17 de mayo, las huestes del Camarada Gonzalo –líder de Sendero Luminoso– iniciarían su lucha armada contra el Estado peruano en la localidad de Chuschi (Ayacucho) quemando las urnas electorales.
Nadie imaginó tampoco que, paulatinamente, la llamada democracia iba a agudizar la crisis que nunca había dejado de serlo. Porque nunca habíamos oído hablar de otra palabra que esa en las voces de nuestros padres y abuelos para referirse a la situación del Perú. Nadie.
Nadie imaginaba que –a pesar de las canciones de Menudo, Enrique y Ana y Parchís– se iba a ir incubando en nuestros púberes corazones el descontento conforme nos dábamos cuenta de lo que estaba pasando en el país.
“Dejen que los niños sean niños”, decían siempre los mayores. Y lo éramos, a pesar de que el gobierno de Fernando Belaúnde Terry (1980-1985) acumulara las mayores tasas de desapariciones, asesinatos y fosas comunes, y mientras Sendero Luminoso consolidaba su terror con apagones y atentados dinamiteros. Belaúnde, paradójicamente, hoy es considerado un político ejemplar y “un gran demócrata”.
Pero a los niños nos gustaba el rock. Bueno, también nos gustaba Parchís –obviamente por Gemma y Yolanda– pero nos gustaba el rock que nuestros mayores, los jóvenes del barrio, escuchaban en cassettes mientras tomaban sus tragos y fumaban sus tronchos de marihuana. Deep Purple, Led Zepellin, Uriah Heep, AC/DC, Ted Nugent, April Wine, Slade, Gary Glitter. Mientras, en las radios de moda, sonaban Village People y Kiss. En el colegio primario íbamos preguntando a todos cuál de los dos grupos les gustaba más. Nos gustaba Kiss.
El rock para nosotros era eso que veíamos en las esquinas. Melenudos de jean y polos manga cero con botas de vaquero sin lustrar. Libres de los uniformes escolares “color gris rata”. Eran lo que deseábamos ser más tarde. No unos rebeldes sin causa, en todo caso unos rebeldes sin meta.
Rock subte
El rock que se hacía en el Perú a principios de los ochenta era una música complaciente. Generalmente cantaba al amor, al vacilón y la juerga. Algunos experimentaban con el rock progresivo y otros realizaban covers de las bandas clásicas de los setenta. ¡Y cantaban en inglés!
¿Entonces qué les quedaba a los que buscaban algo más en el rock? Es decir, rebeldía, consciencia de la realidad inmediata, espíritu de las calles y un lenguaje común, el castellano.
Unos cuantos tomaron lo básico del rock –bajo, guitarra y batería– y encontraron en el punk el estilo de los que no tenían estilo, de los que no sabían tocar, de los que pensaban que era más importante decir las cosas como eran, antes que sonar bien afinados y cuadrados.
Y se subieron a los escenarios y trataron de crear un rock más acorde con su día a día. Un rock que cantara contra la sempiterna crisis (social, económica, política), contra los apagones, contra los atentados, contra los secuestros, contra los desaparecidos, contra los presidentes de la República, contra los policías corruptos, contra la religión, contra Sendero Luminoso. En suma, contra todo y contra todos. Había nacido el rock subterráneo (Lima, 1985).
Y con las bandas llegamos nosotros, el público. Los que habíamos crecido entre la crisis y deseábamos encontrar en el rock la voz que diera salida a lo que nos jodía. A los conciertos iba gente de todo tipo y de todos lados: punks “pelo parados”, con jeans rotos en las rodillas, casaca de cuero y chancabuques o botas militares; new waves con camisas de colores; siniestros darkis con ropas negras y peinados “explosión” (a lo Robert Smith); melenudos metaleros y harcoreanos con camisas de cuadros y zapatillas deportivas.
Pero tampoco teníamos una solución, aunque sí una propuesta de cambio. Ser consecuente con lo que decías y lo que hacías, ser honesto, ser tú mismo, no quedarte callado.
Retrato de un país apocalíptico
En el Perú de mediados de los ochenta todo iba a peor. Ya no gobernaba Belaúnde, pero sí Alan García (1985-1990) con quien la crisis pasó a ser el apocalipsis. Hiperinflación acumulada de casi 2 millones % (1989), escasez de alimentos y Sendero Luminoso cercando Lima con su estrategia maoísta “del campo a la ciudad”. Y, para colmo, un nuevo grupo armado, el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA) operando en la Amazonía del Perú.
Ese era nuestro país. Entonces, para los adolescentes, el panorama se nos presentaba difícil. La sensación general era de que estábamos en un país de mierda, y lo mejor que podíamos hacer era largarnos a otro lugar. No había futuro. Pero ese no futuro no era el mismo que el de Londres de 1977. Nuestro no futuro a la peruana era el de una economía por los suelos, una rebelión que estaba por tomar el poder y un gobierno que nos hundía cada día más.
Y en medio de todo eso, teníamos ganas de sentir que estábamos vivos, a pesar de los tiempos. Buscando el amor en medio del desamor, la amistad en medio del fuego cruzado, la vida en medio de la muerte. En nuestro día a día escuchamos explosiones y también a Eskorbuto, La Polla Records, RIP y Kortatu, Sex Pistols, Exploited, Discharge, The Clash. Y a Leusemia, Zcuela Crrada, Narcosis, Excomulgados y Eutanasia: Rock subte.
Días de apagones y coches bomba, porque nosotros fuimos eso, la generación del apagón y del cochebomba. Y si deseas conocer a esa generación –a Olga, Adrián R, Pocho Treblinka, Fredy Nada, Loco Erick, Carlos Desperdicio y al Innombrable– en esta novela podrás encontrar su historia: la de los que buscaron vivir de espaldas y contra la historia.