Azahara Palomeque: “En EE.UU. la literatura en español sufre el mismo racismo que sus lectores o hablantes”

Fragmento cubierta «Año 9. Crónicas catastróficas en la era Trump», Azahara Palomeque

 
Azahara Palomeque (El Sur, España, 1986), investigadora, poeta y narradora, nos habla de las diversas aristas de su nuevo libro: Año 9. Crónicas catastróficas en la era Trump (Ril Editores, 2020), una galería de visiones críticas y sobrecogedoras de los Estados Unidos de hoy plasmadas desde su condición de inmigrante hispana. Palomeque, quien actualmente reside en Philadelphia, es autora de los poemarios, RIP (Rest in plastic) (Ril, 2019), En la ceniza blanca de las encías (Ediciones de la Isla de Siltolá, 2017) y American Poems (Ed. I. de Siltolá, 2015).

Presentas la visión de Estados Unidos alejada de los tópicos de Hollywood, Las Vegas y de Walt Disney: un país en proceso acelerado de autodestrucción con grandes desigualdades sociales, violencia y racismo institucionalizado. ¿Qué factores te llevaron a escribir estas crónicas?

Yo venía observando ciertos problemas estructurales a los que no daba crédito: la falta de sanidad pública y el coste altísimo de la privada, por ejemplo, o la eterna ubicuidad de las armas, que hace que en ningún lugar te sientas segura.

Azahara Palomeque, escritora

Sin embargo, no fue hasta conseguir mi trabajo actual, en una facultad de políticas sociales, cuando comencé a darme cuenta, a través de las investigaciones que se producen aquí, de hasta qué punto estamos ante una sociedad increíblemente individualista, con la mayor desigualdad social de entre los países ricos, y una serie de impedimentos burocráticos que bloquean prácticamente cualquier intento de mejora.

Empecé a recolectar datos, a informarme sobre cómo se ha construido históricamente el engranaje racista –la razón por la que Estados Unidos tiene el estado del bienestar más débil de la OCDE es que tradicionalmente se ha querido evitar conceder prestaciones sociales a los negros– y a escuchar detenidamente las historias de los que me rodean.

Mucha gente desconoce estas aberraciones, así que me planteé un salto de la poesía a la crónica casi por deber social. A partir de la redacción de este libro comencé también a colaborar con distintos medios asiduamente, igualmente movida por ese deseo de denuncia, de informar sobre los entresijos de un país cuya proyección cinematográfica no se corresponde con las vicisitudes de la gente de a pie.

La mirada desde la otredad y la conciencia de ser inmigrante hispana, en EE.UU, son cuestiones recurrentes tanto en Año 9. Crónicas catastróficas en la era Trump como en American Poems. ¿De qué manera dialogan tu prosa y tu poesía?

Se retroalimentan, permanecen en una conversación continua, aunque el registro sea distinto. American Poems fue un libro que, en su momento, pasó relativamente desapercibido y, ahora que la nueva crisis económica nos ha devuelto la memoria de la anterior, se está leyendo otra vez.

Azahara Palomeque, 2015

Aquí se ponen sobre la mesa hechos que siguen afectando a la vida y la política españolas: el problema de la emigración –más de un millón de jóvenes nos fuimos tras la debacle del 2008/9–, unido lógicamente al de la fuga de cerebros. De repente, España se ha dado cuenta de que faltan sanitarios, investigadores. ¿Dónde están? American Poems recoge esa ausencia, lo hace con consciencia histórica pero desde un punto de vista personal: recreando la nostalgia de quien se va, así como las identidades nuevas que se construyen en la lejanía.

Todo eso lo articulo en versos que miman especialmente el lenguaje y moldean un imaginario muy particular. Esa atención al lenguaje, que intento pulir y extenuar al máximo, es un compromiso intelectual que también está en mi prosa, que a veces es muy poética, de la misma forma que ambos registros beben de una problemática social que estudio, analizo, y luego transformo en otra cosa.

Mis poemarios pueden leerse como ejercicios estéticos, hasta cierto punto confesionales, pero también como ensayos que narran una época. Y mi prosa, ensayística de por sí, conserva la sonoridad, el ritmo y el imaginario de mi poesía.

El elemento autobiográfico está muy presente. ¿Cómo gestionas la literatura del yo en tiempos de redes sociales, sobreexposición y marketing personal?

Me interesa explorar ese yo porque me permite aproximarme a lo literario desde la ética. Cuando se habla en primera persona, y además se mencionan historias vividas con otra gente, no solo debes ser leal a ti misma, sino también a quienes han compartido momentos contigo y aparecen en esas crónicas.

Obviamente, toda construcción literaria es un ejercicio de ficción, implica una selección de información, una elaboración de la memoria pero, al menos en mi obra, hay una ética, ligada a una honestidad, que, creo, la alejan de cierta tendencia al postureo tan extendida en las redes.

Michel Foucault, 1926-1984

Lo que yo propongo es un yo abierto, casi desgarrado, a quien no le importa mostrar vulnerabilidades y que cuenta una fábula social, colectiva, pero a través de un cuerpo que conozco bien por ser el que me vive.

Intento así sostener un equilibro difícil que es el de la biopolítica. Como afirmaba Foucault, la vida –bio– está atravesada por mecanismos disciplinares que nos configuran. Para mí es importante poner ambos polos a dialogar: no escatimo en referencias a un yo que emigra y duele, pero también analizo el engranaje institucional que provoca, gestiona o aminora ese dolor.

Por otra parte, el yo me permite historizar, contextualizar, que se puedan trazar conexiones entre mi experiencia como inmigrante hispana y otras vidas, pero sin esencializar. Algo que se hace constantemente en el mundo literario y considero un gran error intelectual: todas las obras están unidas inexorablemente a las circunstancias de quien las escribe, no existe algo así como el autor “persona” separado del “libro” considerado en su esfera independiente. Nadie escribe en un limbo.

En mi escritura ese hecho es más evidente, pero el yo está presente en toda obra de arte. Lo contrario supondría pensar que esa artista, escritora, no es un sujeto histórico.

Una de las características de Año 9 es la construcción de atmósferas y tonos grises. Por ejemplo, en la crónica XI aparecen imágenes de Trenton (Nueva Jersey), la antigua capital de Estados Unidos, hoy convertida en ciudad fantasma. ¿Hasta qué punto la pintura ha nutrido lo formal y argumental de tu escritura?

Muchísimo, y me alegra que me lo preguntes, porque nadie lo ha hecho hasta ahora. Sí que me han dicho que mi poesía tiene trazos surrealistas, lo cual es cierto. En las crónicas se nota la experiencia de varios años dedicada a las artes visuales, una faceta que no he hecho pública pero se filtra en los textos.

«Stalker», A. Tarkovsky, 1979

Trenton, específicamente, es una ciudad que he fotografiado y pintado a la acuarela, movida por una necesidad de entender la deriva de los tiempos históricos, desde el antiguo esplendor económico hasta la decadencia postindustrial actual.

Está también muy presente una cultura visual que he adquirido estudiando cine y pintura, donde destaco el (neo)expresionismo: por ejemplo, en la descripción de esos páramos tóxicos poblados de fábricas en ruinas hay mucho de Tarkovsky y de Kiefer, incluso más allá de lo formal: ¿cómo es el sujeto postindustrial que allí vive? ¿Qué hace, cómo piensa?

Es un debate fundamental para entender nuestras sociedades inmersas en una catástrofe ecológica, sanitaria y económica.

Por otra parte, producir efectos sensoriales en el lector es una manera de construir otro canal de comunicación y reconocer que, quien me lee, también siente, huele, escucha, mientras comprende el texto. Hay una apelación a los sentidos en las crónicas, sobre todo en algunos fragmentos, que en mi poesía aparece de manera más enfática.

La disparatada gestión de Trump y la conversión de EE.UU. en epicentro mundial del coronavirus han puesto en evidencia a su sistema sanitario, más empeñado en el afán de lucro que en salvar vidas. ¿Estamos ante la caída del Imperio estadounidense?

Completamente, pero es una caída que ya estaba ocurriendo desde hace décadas y ha hecho falta una pandemia para visibilizar esa decadencia política, social y moral.

Estados Unidos no va a perder su estatus como potencia económica ni militar. Sin embargo, estamos viendo cómo han saltado por los aires los cimientos del famoso Sueño Americano. A nivel interno, la gravedad de la desigualdad social ha hecho evidente la precariedad en la que viven millones de ciudadanos.

Jean Baudrillard, 1986

Antes de la pandemia ya había 28 millones de personas sin seguro médico. Ahora, con un paro de más del 11% y la sanidad en algunos casos vinculada al empleo, el número total ha subido a 33 millones. Pero podría darte muchos más ejemplos: se esperan 40 millones de desahucios en los próximos meses, un 40% de los estadounidenses vive en situación de “dificultad financiera” –eufemismo que utilizan las ciencias sociales para no confundirlo con el umbral de la pobreza, que es una categoría desactualizada–.

Las desgracias que ahora salen en las noticias, e incluso las protestas masivas, son resultado de esa profunda brecha social y revelan precisamente la debilidad de la estructura vigente.

Tienes un Doctorado por la Universidad de Princeton (con una tesis sobre el exilio español) y conoces bien los entresijos del mundo académico, uno de los principales blancos de tus diatribas. Cuéntanos, ¿cuáles son las caras ocultas de Princeton?

Hay bastantes, y no puedo contarlas todas –lo haré, a su debido tiempo–, pero quiero dejar claro que no es solamente Princeton, sino una serie de universidades muy prestigiosas y otras muchas que siguen el mismo modelo.

En Año 9 hay un esbozo de problemáticas que quiero seguir explorando en libros por venir. En primer lugar, hablo de cómo me afectó a mí el doctorado, al encontrarme de repente en un ambiente muy elitista y extremadamente competitivo, lo cual me hizo polvo en términos de salud mental con consecuencias que sigo arrastrando desde entonces. Pero vuelvo a lo social: la experiencia de muchos compañeros míos fue parecida.

En segundo lugar, desde estas universidades, sobre todo en los ambientes de humanidades, se divulga un discurso en pro de la justicia social que contrasta radicalmente con el andamiaje laboral interno: solo un 30% de los puestos docentes son fijos, el resto se compone de un cuerpo flotante de profesores temporeros a los que se le paga la asignatura a modo freelance: es decir, sin seguro médico, sin plan de pensiones.

Azahara Palomeque, 2020

¿Cómo se puede uno labrar una carrera académica a base de escribir sobre igualdad, justicia, sin atender a la iniquidad de la institución que te alimenta? Se podría hablar del miedo a que te despidan, pero los que están en el 30% afortunado tienen contratos fijos irrevocables, una rareza en el mercado laboral estadounidense.

Una de las experiencias más frustrantes fue comprobar cómo profesores, intelectuales a los que admiro, nos educaban para emular sus privilegios sin que fuese posible un debate social más allá del material curricular.

En este sentido, me alegro de haber abandonado la carrera académica: he dejado atrás esa competitividad insalubre y tengo un puesto en la periferia administrativa que me permite, cuando quiero, dar clases como temporera. Además, mi producción intelectual es independiente de la institución, lo cual me aporta mucha libertad.

Hablas de El Sur como locus geopolítico, que implica la dicotomía norte-sur. ¿Podrías ampliar este concepto, que enlaza procesos migratorios, el lugar de los desposeídos y estados de desarraigo planteados por Max Aub y Benedict Anderson?

Anderson habla de la nación como comunidad imaginada teniendo en cuenta la popularización de la prensa en el siglo XIX, que es lugar desde donde la gente se piensa como colectivo a partir de la lectura, mientras que para Aub la patria es algo practicable, formativo, por eso afirma que “uno es de donde hace el bachillerato”.

En el caso de Aub, esto fue determinante en su biografía, porque nació en París de padres extranjeros y pasó buena parte de su vida en México, en el exilio –y sin embargo, nadie como él ha sabido contar la Guerra Civil española–.

En mi caso, estos autores han sido importantes a la hora de definir un origen que es siempre ficticio y en constante proceso de construcción (y destrucción), es decir, imaginario, pero donde también se encuentra el lar practicado, mi socialización en distintos territorios geográficos. Yo nací en una ciudad del norte que no conozco, de padres cordobeses, crecí en Badajoz, he vivido en cuatro países, y llevo once años en Estados Unidos.

Benedict Anderson, 1983

Soy española, estoy muy apegada a ciertos rasgos culturales de mi país, pero suelo decir que provengo de “El Sur”. Primero, como lugar indeterminado entre Andalucía y Extremadura y, segundo, porque ese Sur es un locus geopolítico que representa territorios afectivos e intelectuales con los que me identifico: es el Sur de los colonizados y desposeídos, pero también del sol, de las culturas que me atraen y aprecio, es el Brasil que me acogió en 2007 y la Cuba a la que viajo cada año no pandémico.

Como española residente en EE.UU. también planteas un debate sobre el lenguaje, el contacto idiomático y la pérdida paulatina del español por cuestiones migratorias. ¿Cómo lo afrontas? ¿Qué ventajas y desventajas tienes al ser bilingüe?

Es un tema que me preocupa. Desde que abandoné los círculos de los departamentos de español mi vida transcurre completamente en inglés, tanto la laboral como la íntima.

Esto conduce a una pérdida, no solo de vocabulario, sino también de fluidez idiomática –cometo errores al usar las preposiciones, mezclo refranes, frases hechas, etc.– que impacta mi escritura. Es como si a un pintor le fuesen arrebatando los colores: puedes seguir mezclando hasta encontrar el que buscas, pero, en algún momento, si te acuerdas del amarillo, pero se te ha olvidado el azul, jamás podrás conseguir el verde.

Suplo esa carencia a base lectura, pero es un trabajo constante, muy arduo, que conlleva hacer listas de palabras y otros ejercicios que me impongo. Mis esfuerzos por destacar lo sensorial en la literatura son también producto de esa falta, porque añado texturas donde ya no hay color. En el fondo, es una de las pérdidas asociadas a la emigración que, siendo escritora, me afecta más directamente, aunque es cierto que he conseguido crear un estilo a partir de esa experiencia lingüística tan peculiar.

Por otra parte, el bilingüismo tiene ventajas cognitivas, se ha demostrado que la gente bilingüe es más creativa, tiene mayor capacidad de resolución de problemas y menos probabilidad de sufrir enfermedades como el Alzheimer, debido a ese entrenamiento cerebral diario.

Editorial Tránsito, 2020

Al margen de esos beneficios, el bilingüismo no suele premiarse, es más, se contempla como una amenaza contra el sacrosanto patriotismo estadounidense.

Cristina Rivera Garza sostiene que los ataques al idioma español por parte de la Administración Trump le hacen volver “al lugar de la lengua como herramienta de dominio y también de resistencia”. ¿Qué opinas?

Estoy completamente de acuerdo. En las comunidades inmigrantes hablar el idioma materno es un acto subversivo que demuestra un empeño en mantener vivas ciertas raíces culturales frente a las embestidas institucionales, dirigidas a suprimirlas.

Más allá, el español específicamente está demonizado no sólo a nivel oficial, sino en todo contexto hegemónico, porque se asocia a la inmigración ilegal y sus connotaciones negativas: la delincuencia, el crimen, la pobreza.

Es una lengua de servicio y su tratamiento está vinculado al que se le da a quien la practica: pensemos en los inmigrantes que siguen encerrados en jaulas, en campos de concentración, o en las deportaciones masivas que está efectuando Trump.

Que, aun así, siga hablándose de manera mayoritaria –Estados Unidos es el país con más hispanohablantes del mundo después de México– da cuenta de la rebeldía, de la resistencia que comenta Rivera Garza.

Finalmente, ¿cómo percibes el panorama y el desarrollo de la literatura en español actual en el territorio estadounidense?

Hay algunas iniciativas, y núcleos culturales más o menos asentados en ciudades como Nueva York, pero precisamente por lo demonizado que está el idioma apenas existen esfuerzos institucionales para revitalizar esa literatura o difundirla exceptuando los departamentos de estudios hispánicos, que son bastante periféricos.

No hay mercado editorial, es prácticamente imposible publicar en español en Estados Unidos, al margen de algunas editoriales pequeñas, y mucho más comprar libros en español –yo suelo traerme la maleta llena cuando voy a España; este año, Covid mediante, no he podido viajar y los tengo que encargar allí y pagar unos gastos de envío desorbitados.

Por contarte una anécdota: cuando comenzamos a teletrabajar pedí a mi facultad que me comprasen un portátil. Me daba igual la marca, el modelo, mi único requisito fue que tuviese un teclado español. ¡El dolor de cabeza que les di! Tardaron tres meses en mandármelo. 50 millones de hispanohablantes y conseguir el dichoso teclado fue como buscar una aguja en un pajar.

En general, la literatura en español sufre el mismo racismo que sus lectores o hablantes.
 

Sobre el autor
Sobreviviente, Lic. en Filología Hispánica y Máster en ELE (Universitat de Barcelona), sujeto migrante. Ejerce actividades humanísticas en vías de obsolescencia programada: la docencia (castellano, catalán y literatura) y el periodismo independiente (codirector-fundador de «Pliego Suelto»). Mientras, desarrolla técnicas de sobrevivencia, cree en la utopía de disfrutar del amor, de la comida, de los libros, del viaje, de la cerveza, del vino, y de las conversaciones (presenciales) y fraternas.
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