Gabinete del coleccionista: Obituario, ir en contra de la muerte

Miguel Bojórquez, músico y escritor (1996-2019)

 
Para Miguel Bojórquez
y para todos los que lo siguen queriendo

La palabra «óbito», que proviene del latín «obitus», «muerte, fallecimiento», se compone del prefijo «ob-», que significa «enfrente, en contra», y del verbo «ire», que significa «ir, irse». Una forma de traducción sería «en contra de irse». Así, pues, uno de los términos que utilizamos para designar a la muerte nos remite de forma directa a una oposición, lucha, enfrentamiento contra la marcha, contra irse de este mundo. Este texto es un intento de ir en contra de la muerte.

[Ver vídeo de Miguel Bojórquez]

En los tiempos de la peste, la caravana de médicos, con sus semblantes aviares, hombres-pájaro que con aquellas máscaras de cuero establecían la distancia que lo sano debe mantener con lo enfermo, guiados por el miedo y la esperanza de evitar el contagio, sus exageradas narices y los ojos redondos les abrían paso en el silencio de las casas donde se sospechaba que la muerte negra había anidado sus pústulas:

Medico della Peste, G. Atwood

Frente a los cuerpos inmóviles, los especuladores se habituaron a clavar agujas en los dedos de los pies, en los muslos, en los brazos, para comprobar, mediante eléctricas contracciones y el vivo fluir de la sangre, que aquellos individuos estuvieran de verdad muertos y no catatónicos, que había que enterrarlos en un prado olvidado y prenderle fuego a la casa para que la infección no pudiera germinar en otros cuerpos, animales, árboles movidos por el viento de la muerte.

La vida, o su ausencia, debían certificarse sin duda: se sabía, para entonces, de ocasiones en que la velocidad de los entierros jugaba en contra de los vivos durmientes. Arañazos, bocas abiertas, gestos desesperados en el encierro, se descubrían tiempo después cuando la exhumación se permitía para una sepultura acorde a los modos litúrgicos.

Las agujas despertaban a los muertos, o a los vivos enajenados que en el dormir parecían cadáveres, y a otros se les ataban cencerros en los dedos de los pies o se dejaba una cuerda que iba desde el interior del ataúd hasta una campana en el mundo exterior que sobre la tierra podía advertir de la presencia equívoca de la vida.

La tumba, antes lugar definitivo de los muertos, en aquellos años, como hoy en día en México y en otros tantos países, se convirtió en un lugar, como diría Ciryl Connolly, sin sosiego: un espacio intermedio, limbo en donde se corrobora la dureza del morir o la vida resurge como una raíz silenciosa que debemos rescatar de lo oscuro.

J.G. Posada, 1852-1913

De los tres mundos postmortem en la tradición judeocristiana, el Limbo, o Purgatorio, es el lugar del cansancio. Todavía cuerpo, todavía alma, los habitantes del mundo intermedio están en tránsito, indeterminado, si se quiere, pero tránsito al fin, como si su condición nunca fuera definitiva. Así las tumbas.

Desde la Edad Media hasta el siglo XVI, un invento de la violencia pobló algunos cementerios europeos: las tumbas para las brujas no se bastaban con los metros de tierra, las losas de piedra, las cajas cerradas a martillazos. Custodiando el sepulcro, como si fuera una planta mineral germinada desde la entraña, una celda de metal se combaba sobre el sepulcro, una jaula que encerraba la tumba para que, si la bruja despertaba de la muerte y lograba salir del sarcófago, remontar la tierra y atravesar la lápida, se encontrara todavía prisionera, atrapada, condenada para siempre en una jaula casi a ras de suelo.

La ofrenda o el escarnio de un sepulcro, bien lo sabemos, nada tiene que ver con los muertos. La jaula en la tumba de las brujas era para los vivos, para las vivas, para las «brujas» potenciales que a la distancia podían atisbar el montante del odio que el mundo les tenía destinado.

El odio encuentra su naturaleza en las señales que anuncian su proximidad.

Roberto Bolaño, 2004

Es habitual que las palabras «descanso» y «resignación» sean el principal bocado en funerales, cementerios, definitivas despedidas. Que los muertos descansen, que los vivos se resignen, parecen ser los dogmas a los que la muerte nos obliga. Y sin embargo, esas jaulas metálicas en las tumbas de las brujas nos dicen algo diferente. No ya una maldición, sino una advertencia: el temido regreso de los muertos y los ausentes.

¿Quién puede vivir tranquilo ante la espera de semejante regreso?

A día de hoy México es un país poblado de ausencias presentes. Cuerpos no encontrados cuyos regresos son el potencial del horror: ¿qué podrían decirnos de su distancia fantasmagórica, de esa vida de ausentes, de esas heridas nuevas que ahora los definen?

Y sin embargo, los ritos siguen perviviendo en los imaginarios colectivos, las reliquias siguen teniendo su peso de entraña viva, y cuando alguien muere nos arrojamos a la búsqueda de cualquier objeto que pueda proporcionarnos sanación o memoria. La memoria como un hurto del tiempo, un modo de preservar en lo físico lo que ya no está y lo que ha de tener un asiento material, porque sin materia no comprendemos el mundo.

No es casualidad que en los términos de las primeras aproximaciones a la física desde Aristóteles, Platón y los atomistas clásicos, o en los documentos más intensos de la teología de la negación, de Dionisio Areopagita, Escoto Eriúgena o el Maestro Eckhart, o la mística medieval de Ángela de Foligno, Santa Teresa y San Juan de la Cruz, la precisión del concepto de materia, de lo corpóreo, de «lo que es» y «lo que no es», o incluso de «lo que puede ser», esté en el fondo de mayor afectación en las discusiones.

Paul Valéry, 1871-1945

Quizá es por eso que tememos tanto la desaparición de los cuerpos. Quizá por ello el canibalismo, más allá de cualquier tabú occidentalizado, aterró a los viajeros renacentistas. La desaparición del otro en uno mismo, su asimilación, así como el león es cordero asimilado, diría Paul Valery en sus Cuadernos, así el caníbal es otro humano asimilado. Un humano doble, múltiple, desbordado en las fronteras internas del cuerpo. Y en esa asimilación, ante la mirada casta, el otro desaparece.

Pero no es así. Siempre queda algo.

No es esta, desde luego, una incitación al canibalismo. No al menos en el sentido físico. Me explico: caníbal es nuestro modo de recordar a los ausentes, caníbal el sentido de necesidad que pervive ante la ausencia, caníbal el altar, la tumba de las brujas, la fosa común de los desaparecidos. Nuestro recuerdo se alimenta de los otros. No es esta una manera pasiva, no es esta, de verdad, una resignación.

Ahí donde los dogmas recomiendan resignación, reposo, olvido, yo exijo movimiento, indignación, memoria viva. No es esta una negación de la muerte. La muerte ya ha ocurrido. La muerte es intocable. Lo que quiero es hacerme responsable de mantener el recuerdo, de cargar con los muertos, de llevarlos conmigo en el lomo porque ya no pueden caminar, pero pueden seguir, con sus voces lejanas, hablándonos.

No niego que el mar se haya tragado el cuerpo de Miguel Bojórquez. No niego que su cuerpo estuvo perdido entre los mangles y las olas que primero se lo llevaron y después lo regresaron a la costa. No niego que lo hemos perdido y que él ha perdido, sobre todo, el futuro que ya no tendrá. No niego ni el dolor de su familia ni el de sus amigos ni la pérdida que para una ciudad como la nuestra significa la ausencia de un muchacho como él. No niego la tristeza, el desconcierto, el llanto.

Miguel Bojórquez, músico

Lo que niego, rotundamente, es la resignación, el descanso, el olvido.

Por eso, aunque algunos le forjen la celda como en las tumbas de las brujas, ahí estaremos muchos de nosotros, los convoco, los invito, con cincel y martillo, con palas y sierras, para abrirle el camino a este mundo y que su recuerdo no descanse.

Nunca le gustó descansar. Que cante y siga cantando, con otras voces y en otros tonos desentonados, que sus palabras sigan hiriendo y haciendo reír, que su nombre siga en nuestras bocas, que su presencia no se borre nunca ni se agote.

Por eso digo, hoy, que Miguel Bojórquez no descanse en paz.

La paz es para los que se resignan. Nosotros, los indignados, queremos música, gritos, borracheras. Y si la nostalgia es el peligro que corremos, es un precio de baratija a cambio de la resistencia, a cambio de que la voz, su voz, no se pierda en el olvido, a cambio de que él no sufra el descanso de los sumisos.
 

Sobre el autor
(Culiacán, México, 1983) Estudió Ingeniería Industrial, Historia de la Ciencia y Filología Española. Ha publicado «La voluntad de marcharse» (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2008), «Anatomía de la memoria» (Candaya, 2014) y «Primera silva de sombra» (Caballo de Troya, 2018). Obtuvo el Premio Nacional de Literatura Inés Arredondo y la I Beca de Creación Literaria Han Nefkens.
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