El miedo circulará siempre en mi cuerpo
como otra sangre
José Watanabe
Pienso en Gonzalo Rojas y me imagino que siempre lo sigue un animal.
Una ballena blanca, o Melville, o el Capitán Ahab.
Animales todos.
Pero seguramente es la ballena.
No sé por qué, pero muchas veces, cuando pienso en un animal, lo imagino herido.
Como si no pudiera verlos de otro modo, como si la condición del animal fuera siempre la de la convivencia con la herida.
Como si pensar en un animal no fuera de verdad eso, sino una forma de metáfora, una idea que no termina de ordenarse: como si la historia fuera un animal que convive siempre con lo herido de su cuerpo.
La historia, un animal.
Un animal el destino.
Pensar en Gonzalo Rojas, en la ballena blancamente herida en las costas de la isla Mocha, desde donde se embarcan las almas de los mapuches muertos sobre los lomos de los cachalotes albinos, la ballena muerta en su siglo diecinueve arponado de barcos y sueños de progreso aceitoso, la ballena esbelta de los sueños del marino que ya no puede ver la tierra firme.
Como si todo fuera la misma cosa conectada por nervios y meridianos, pienso también en Leopoldo Lugones y en lo selvático de aquel cuento que relata la discusión entre un médico y un homeópata y la posibilidad de extraer de sí, mediante quién sabe qué procedimientos alcohólicos, el animal interno, el misterio animal que reside dentro nuestro, la (imposible) justificación de la violencia mediante la animalidad, como si el ser animales racionales no vaticinara ya el advenimiento de cualquier gesto violento.
¿Qué cosa violenta sino un animal con ideas, que supura ideas, que no puede dejar de tener ideas en la cabeza limitada por dos cráneos, el hueso físico y el hueso intangible de la cultura?
La discusión sobre la animalidad lleva a los dos, el científico y el terapeuta, a un enzarzado y casi material encontronazo sobre los fundamentos de lo que nos hace o no humanos: el homeópata está seguro, de forma empírica, dice, puede demostrarlo, asegura, que ha logrado un método para azuzar y que le salga a la superficie el susodicho animal intrínseco:
Lo he visto, confiesa una y otra vez.
Está en mi sombra y no me deja, se lamenta.
Así pues, para demostrarlo, porque al homeópata, tal vez único ejemplar de su gremio, le interesa el empirismo y la demostración, colocan una larga tira de papel en la pared. Se hace entonces un eclipse y una necesaria sucesión de filtros para llegar al corazón de la amenaza del animal: en el muro el papel, más acá el homeópata, de perfil, luego una lámpara, que proyecte la sombra del terapeuta, ¿los homeópatas dan sombra?; y pululando en torno al sistema, como un satélite con intención precisa, plenamente científica, hijo adoptivo de Quirón, el alópata se cerciora de que todo esté en orden y no haya interferencias de ninguna naturaleza para proceder a trazar el perfil del pseudocientífico.
La sombra se va dibujando bajo el pulso cirujano del médico que empezó la caricia por la nuca, como seguramente es su preferencia, y terminó por el cuello, enroscado en la esfera de la manzana de Adán, pecador, donde se detuvo porque el homeópata, impaciente, quería ya ver el resultado: el contorno de ángulo arbóreo, la nariz plana, amplia frente en franco declive, labios pronunciados que ocultan el colmillar, el simio pleno y saludable, después de todo y a pesar de un ligero temblor de desconfianza en el movimiento, demuestra que el terapeuta tenía la razón.
Logró extraer de sí el animal que llevaba dentro, lo nómadamente salvaje de su entidad más íntima, tan lejana como las eras evolutivas y Darwin, y su prima, que también fue su esposa.
Tal vez a cada uno lo sigue un animal.
El animal escindido.
El ventarrón de lo primitivo partiéndonos por la mitad.
El médico y su relato concluyen en el terror: ¿Cómo es posible?, se pregunta el hombre, ¿ser homeópata y animal al mismo tiempo?
El curandero se queda en la soledad propia de su profesión, de su animal interno, de su inclinación empírica en un gremio de diagnóstico por lectura de iris, frenología o copromancia (como en un cuento de Rúbem Fonseca), y nada o casi nada se vuelve a saber de él, salvo ciertos fogonazos de memoria que repiten siempre el mismo desenlace.
¿No volvieron a hablar nunca más los dos hombres? Pasó el tiempo, y entonces yo pienso, como en Gonzalo, que viene con su ballena, y en Lugones, que viene con su simio, su Yzur hablando en el lecho de muerte, ¿qué otro escritor lleva consigo un animal?
Poe, que veía cuervos en las ventanas, heredó a Lugones el interés por los simios, quizás venido, a su vez, de la lejanía de Kafka, que habitualmente es considerado entomólogo, aficionado a las aves rapaces.
Borges y Kipling y Blake y Lizalde y Dolan Mor se encerrarían tras el pelaje enjaulado del tigre.
Jack London, todos los cánidos vivos, mientras que Abigael Bohórquez y Claudio Rodríguez, todos los perros muertos.
Clarice Lispector habló de gallinas y otros alados, de ratas que se parecen a la noche y a la muerte y a dios. Quiroga, con su cianuro, parió gallinas sin cabeza, insectos chupadores de sangre, tortugas y selva.
Cortázar, los gatos que heredó de Carlos Monsiváis.
Cyril Connolly, el desorden y la embriaguez de los lémures.
Eugenio Montejo, el potro que fue su padre. Y Héctor Viel Temperley, en su hospital los caballos del verano, que no los de Abdera, de los que Lugones también se ocupó, y que devoraron a Diómedes.
Hienas y sapos fueron interés de Juan José Arreola, y las ovejas y los zorros, de Augusto Monterroso.
Herta Müller insiste en la cualidad metafórica de los faisanes, y quizá, alguna vez, Amparo Dávila escuchó el llanto de los caracoles lentamente desesperados por el fuego y el vapor.
¿Qué animal somos?
¿Qué animal fuimos?
Un animal que luego estoy si(gui)endo, dice Derrida.
El animal cuya silueta se esconde en nuestra sombra.
No somos homeópatas ni cirujanos de Lugones.
Por eso, parece que al trazar nuestra figura en el mapa de las caminatas de la historia personal, ese dibujo íntimo que a muy pocos interesa, no encontramos otra cosa que nuestra propia, y única, silueta.
Parece que ya nada podemos ocultar. Que ya nada tenemos. No somos como el lenguado, el animal que ondula en la imposible sombra de Watanabe, que no necesita ocultarse detrás de nadie porque él mismo es el miedo y la sangre y lo asimétrico y lo gris que se pierde en lo gris y todo el vasto fondo marino.