La imposibilidad de las taxonomías: Atlas, islas remotas y otredad

Isla de la Decepción, Atlas de las islas remotas, Judit Schalansky, 2013

 
El punto de partida de Las palabras y las cosas, de Michel Foucault, es la clasificación de animales que aparece en “cierta enciclopedia china” citada por Borges en el texto “El idioma analítico de John Wilkins”, recogido en Otras inquisiciones. Según dicha clasificación, los animales se dividen en: “(a) pertenecientes al Emperador, (b) embalsamados, (c) amaestrados, (d) lechones, (e) sirenas, (f) fabulosos, (g) perros sueltos, (h) incluidos en esta clasificación, (i) que se agitan como locos, (j) innumerables, (k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, (1) etcétera, (m) que acaban de romper el jarrón, (n) que de lejos parecen moscas.”

Para Foucault, esta clasificación –posible en el lenguaje pero imposible de pensar en su realidad fáctica– desestabiliza nuestra manera de situar lo Mismo y lo Otro, y revela así los límites de nuestro pensamiento. El absurdo de esta clasificación, que reúne sus términos bajo un marco común inexistente, boicotea el poder unificador del lenguaje y hace explícita la debilidad de la palabra a la hora de dar cuenta del mundo. En el mismo texto, Borges llega a afirmar:

Notoriamente no hay clasificación del universo que no sea arbitraria y conjetural. La razón es muy simple: no sabemos qué cosa es el universo. «El idioma analítico de John Wilkins», Jorge Luis Borges

La clasificación de Borges refleja el desorden que subyace no solo al lenguaje sino a cualquier orden. Toda clasificación, al final, está marcada por el error, la ausencia y la otredad. Pero ¿qué es lo Otro? ¿De qué está hecho aquello que no podemos clasificar, aquello a lo cual nuestra precaria taxonomía del universo no consigue llegar? ¿Habita Dios los confines de la enciclopedia? ¿O se trata tan solo de salvaje entropía? ¿Divinidad o caos, trascendencia o desorden?

Lo primero que le dimos a las cosas fue un nombre. Lo mismo hemos hecho con cada lugar avistado y penetrado. Como es bien sabido, los atlas, como las enciclopedias y los diccionarios, son tentativas de nombrar la realidad para asirla y sostenerla al alcance de lo humano. En ellos, las imágenes vienen a unirse al lenguaje en su tarea clasificatoria: asignar a grupos de objetos reales el mismo signo atendiendo a aquello que tienen en común (altura, densidad de población, caudal, profundidad).

En el tiempo en que parte del globo terráqueo era todavía una incógnita, cuando los confines de los mapas escondían todavía vastos, inhóspitos y maravillosos pedazos del mundo por mirar a los que el hombre se arrojaba temblando de terror y excitación, lo exótico podía coincidir con aquello que pone a prueba la posibilidad última de la clasificación.

Caballo acuático, 1553

Los monstruos consignados en la cartografía medieval y renacentista pretendían representar lo puramente Otro, que sólo lograba ser pensado en tanto que reverso de lo Mismo, de lo propio. Se componían de fragmentos de personas y animales cuya colocación absurda —como en la clasificación de Borges— era una afrenta a los límites del pensamiento y a la vez un intento de capturar y anexionarse lo desconocido. Pero una vez podemos decir que no queda un solo rincón sobre el planeta al que acudir, ¿debemos creer que se ha perdido esa sensación de absoluta otredad, es intuición de unas afueras tan caóticas como rutilantes?

Debemos a las editoriales Capitán Swing y Nórdica Libros la publicación en castellano de una joya aparecida (o más bien emergida del profundo oleaje) en 2009. El Atlas de islas remotas, de Judit Schalansky, es una asombrosa compilación de mapas de islas solitarias, alejadas de todo, habitadas de forma precaria, insólita, o bien instaladas en la más pura y eterna desnudez.

El armazón de la clasificación, de la enumeración y la disección histórica y científica es el pretexto y el punto de partida de las exquisitas páginas que componen este atlas. Pero Schalansky termina exhibiendo la Otredad que reside en el tuétano de cada una de sus islas. Estas islas reales –hechas de roca, coral, vegetación o hielo– no son lugar para la utopía. Las gobierna una indiferencia eterna a lo humano, una ausencia convulsa de la armonía que prescribe lo utópico. Hombres, pingüinos o vacas, tanto da. Aunque puedan ser puntualmente habitadas existen conforme a sus propios designios, al margen del mapa y el nombre, entregadas a la pulsación del oleaje, la tormenta y el volcán.

Es el plano literario el que asegura el éxito de esta clasificación. Hoy lo Otro es la nada dentro del nombre y el dato. La precaria generalización de los mapas y de los datos científicos parecen ejercer un potente vacío generador de lo literario. La misma autora lo deja entrever cuando se retrotrae a los orígenes de su viaje:

Cada una de estas islas me resultaba un misterio y una promesa, como aquellos espacios en blanco que en los mapas antiguos señalaban los confines del mundo conocido. Judit Schalansky

Por ello, en este Atlas cada isla es una maravillosa, a veces excelsa, a veces brutal, a veces escueta narración de la cual, nos advierte Schalansky, no procede indagar la veracidad. El Atlas de islas remotas no es, como se nos indica, un manual de geografía, sino un proyecto poético. Puestos a desconocer borgeanamente el universo, pertrechémonos de instrumentos como este. Agazapémonos en un sillón y perseveremos con renovado placer en este resplandeciente galimatías.
 

Sobre el autor
(Palma, 1985) Es licenciada en Derecho y en Teoría de la Literatura por la Universidad de Barcelona. Mientras aplaza la cuestión de su sustento y persevera en el caos y la pobreza, emplea su tiempo en redescubrir su isla natal, leer dispersa y masivamente y dar forma junto con Martina Zuccaro a la terrorífica criatura, Hálito Ediciones.
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