Ednodio Quintero: «Soy una máquina de soñar. Muchos de mis cuentos son sueños transcritos»

Fotografía: Vasco Szinetar

 
Ednodio Quintero (Venezuela, 1947) es considerado uno de los más grandes narradores de Hispanoamérica. Entre sus obras –provistas de intensidad argumental y gran carga telúrica– destacan: La muerte viaja a caballo (1974), La danza del jaguar (1999), Mariana y los comanches (2004), Combates (2009) y El hijo de Gengis khan (2013). Conversamos con Quintero durante la gira de presentación en España de Ceremonias (Candaya, 2013), una colección de sus cuentos de juventud. El escritor venezolano reflexiona sobre su obra, narra con humor aspectos de su vida y cuenta anécdotas sobre sus amigos: Juan Rulfo, Julio Cortázar, Juan José Arreola, Edmundo Valadés y Enrique Vila-Matas.

Críticos como Julio Miranda y Gregory Zambrano se refieren a tu obra como “Narrativa de ecos, de reflejos, de circularidades múltiples” y “poética del vértigo”, respectivamente. ¿Tú cómo la definirías?

Yo no soy el más apropiado para definir mi obra. Eso siempre me sabe muy raro. Me parece  como si fuera una persona que ya está muerta. Ha sido el trabajo de prácticamente toda la vida. Porque, sin saberlo, yo comencé como lector. Aprendí a leer antes que a hablar. Incluso aprendí a leer antes de nacer. Yo le pregunté a mi madre: «¿quién me enseñó a leer?», porque aprendí a leer muy pronto. Recuerdo que a los cuatro años enseñé a leer a mi hermana de dos. Pasé, por supuesto, mucho tiempo leyendo y finalmente comencé a escribir. Y creo que es lo único que he hecho en mi vida sistemáticamente.

Y, ahora, cuando uno ve este libro que edita Candaya (Ceremonias), hace la cuenta: son ya 22 libros entre cuentos, ensayos y novelas, más dos guiones de cine (Rosa de los vientos y Cubagua). Ya se puede hablar de un montón de libros que componen un número pomposo de obras que suenan como algo ya acabado.

Varios de tus personajes experimentan un proceso de metamorfosis, el tránsito del ser humano al animal, o viceversa. ¿Esto emparenta a tus relatos con la tradición oral indígena de los Andes?

¿Tradición oral indígena de los Andes? Casi ya no quedan indígenas en Venezuela. De los pocos que quedan soy yo (ríe). Lo único que queda de los indios es algo de sangre y la toponimia. No queda nada más. Los que llegaron allí –por lo menos en la zona alta de los Andes– fueron campesinos de Andalucía y de Extremadura. Pobres que siguieron siendo pobres. No obstante, mis primeros libros, sí tienen que ver con la oralidad, que es muy rica. Pero, curiosamente, no recojo ninguno de esos cuentos orales indígenas. Todos son inventados, digamos.

Hablando de animales, hay un cuento mío que se llama «Un Caballo amarillo». Un caballo que sueña que se transforma en un hombre marginal y despierta tan feliz, como si saliera de una pesadilla. Hay cuentos en Ceremonias que han sido escritos hace 44 años. Entonces, imagínate, era una persona de 22 que tenía cierta ingenuidad y que creía en muchas cosas. Ahora soy una persona, no desencantada, sino con otra visión del mundo muy distinta.

Hay otro cuento de animales que es ambiguo (“Álbum familiar”). Una persona, que en un aguacero se queda aislada, está en una casa donde hay una gran cantidad de símbolos con perros y, al final, todos se ponen a ladrar. Queda la ambigüedad. No hay ninguna seguridad de que fuesen perros. Siempre hay una zoología fantástica ahí presente.

La muerte viaja a caballo –tu opera prima– gana en 1972 el premio de la revista mexicana El cuento ilustrado, cuyo jurado lo encabezaba Juan Rulfo. ¿Por la intensidad argumental y la carga telúrica de tus narraciones te sientes cercano a Rulfo?

Juan Rulfo (1917-1986)

Ese premio no significó nada para mí en ese momento. Incluso fue algo que pasó inadvertido porque no salió en ninguna parte. Me mandaron una carta diciéndome que había ganado un concurso y que eran 120 dólares. Después, finalmente, sí que tuvo alguna importancia porque en el año 76 hice un viaje a México y conocí a Edmundo Valadés, que era el director de la revista. Me invitó a comer a su casa y la sorpresa era que tenía una comida con Juan Rulfo. No llegó porque la noche anterior se había enfermado, según él, y no podía salir de la cama. Valadés lo llamó por teléfono y hablamos. Recuerdo que me decía: “Maestro Quintero…” (Sonríe).

En realidad, fue algo anecdótico. Yo no he sido nunca fetichista con los escritores, pero he tenido una gran suerte. Cortázar estuvo una vez en Mérida –mi lugar de residencia en los Andes de Venezuela– y lo entrevisté y le hice fotos. Aún guardo una correspondencia con él. A Juan José Arreola lo conocí en persona cuando le dieron el Premio Juan Rulfo (1992). Andaba con su capa como una especie de Dalí, caminando por la Universidad de Guadalajara. Ese premio tiene una cosa que en Venezuela llamamos “pavoso” (gafe, de mal agüero). Aparte de los 150 mil dólares que dan, hacen una estatua del ganador. Y es como si el escritor estuviera ya muerto. Arreola lo tomó totalmente con humor y, como llevaba una capa, se puso a hablarles, a las estatuas. (Risas)

Julio Ramón Ribeyro lo ganó en 1994 y ese mismo año se murió…

Es un premio muy prestigioso y muy “pavoso”…

En diferentes entrevistas has rehusado vincular tus cuentos y novelas con el realismo mágico. ¿Cuál es el motivo?

No es que no me guste, sino que es una equivocación. El realismo mágico fue una etapa gloriosa para la literatura latinoamericana, pero que fundamentalmente se concentró en la obra de García Márquez. El que está haciendo realismo mágico ahorita está meando fuera del perol, como decimos en Venezuela, pues.

Te voy a poner un ejemplo: el nouveau roman francés fue una etapa muy importante, valiosísima para la literatura, que dejó muy pocas cosas, como La celosía de Robbe-Grillet. Pero quién lee ahora a la gente del nouveau  roman, los franceses acaso. Quién puede soportar ahora, treinta o cuarenta años después, el nouveau roman. Con el realismo mágico no sé si sucederá lo mismo. Yo creo que García Márquez se seguirá leyendo por mucho tiempo, porque él sí logró dar con un punto clave en un momento histórico: la revolución cubana, el mayo francés, etc.

Por otro lado, en tus libros existe una constante operación de reescritura y de autoversión. ¿Son formas de expresar que toda obra literaria es inacabada?

Eso me pasó sobre todo con mis primeros dos libros. O destruirlos o reescribirlos. Yo creo los dos primeros estaban muy mal escritos. Aunque la gente no lo crea, en una ocasión, yo daba una charla en una librería de Barinas –un pueblo periférico de Venezuela– y un estudiante se acercó hasta mí con mi primer libro. Con un poco de timidez, me preguntó si se lo podía firmar y yo dije: “se lo compro». Empecé a ofrecerle dinero y él como que se lo tomó a mal. Pensaba que era una broma. Y entonces, finalmente, preguntó: “¿y usted para qué quiere comprarlo?”. “Pues, para destruirlo, por supuesto”, respondí.

Has logrado describir atmósferas en las fronteras entre el sueño y la vigilia, los pensamientos y las suposiciones, las alucinaciones y el delirio. ¿De qué elementos te has nutrido para tratar estas cuestiones?

Como dice Luis Moreno Villamediana, un crítico venezolano muy inteligente, soy una máquina de soñar. Yo sueño. Justo en este momento no sé si, en verdad, me quedé dormido allá y estoy soñando esto. Muchos de mis cuentos son sueños transcritos totalmente.

En recientes declaraciones al diario El Nacional de Caracas dijiste: “No voy a escribir sobre las miserias de mi país ni el narcotráfico ni la violencia ni la política actual”. ¿Esto implica dar mayor relieve a las formas, como en tu última novela El hijo de Gengis Khan?

Siguiendo casi un consejo de Samuel Beckett, que en algún momento escribió literalmente: “escribí Molloy (que yo considero una de las mejores novelas del siglo XX) el día que descubrí mi propia estupidez”. Es decir, el día en que dejó de darse tanta importancia, cuando se bajó de la nube. Quizás, lo que yo busco en la escritura es dejar que la conciencia hable. Todo sucede así. Como que el conjunto de la obra sea el testimonio de una persona que pasó por este mundo y dijo cosas que pasaron por su conciencia. Y ya. Incluso sin pretensiones de hacerme famoso ni hacer dinero ni vender un millón de ejemplares ni de ser Paulo Coelho. Escribir es algo que no puedo dejar de hacer, lo más parecido a un vicio.

El Premio Nobel de Literatura 2013 ha sido concedido a una autora de cuentos, Alice Munro. ¿Cómo valoras esta distinción de alcance mundial?

A mí me parece un triple acierto de los académicos suecos: premiar a una mujer, a una canadiense –Canadá no había obtenido nunca un Premio Nobel– y a una cuentista. Solamente cuentista, porque hay cuentistas que son novelistas, casi todos. Por ejemplo, Faulkner.

Eres ingeniero forestal por la Universidad Nacional de los Andes y escritor, ¿cómo conjugas los números con las letras?

Ingeniero forestal dejé de serlo. La ingeniería me ayudó mucho para desarrollar la precisión y los cálculos de las estructuras. Dostoievski era ingeniero y escogió otra profesión. Eso no es ninguna contradicción. El hecho de haber sido ingeniero forestal me dio mucha vida. Eso me facilitó estar en África, en las selvas venezolanas y en muchos otros sitios.

Vila-Matas y Combates, EQ

De otro lado, háblanos de tu amistad con Enrique Vila-Matas.

Es una amistad muy bonita que comenzó en México en el año 91. Yo le salvé la vida (risas). Fuimos juntos en un tren de México DF a Guadalajara y el viaje duró 12 horas. 12 horas de folklore mexicano. Después de eso nació una amistad muy curiosa ya que él estuvo en Mérida en varias ocasiones. En el año 2001, cuando le concedieron el premio Rómulo Gallegos, vino para tres días y se quedó dos semanas. Estuvo en mi apartamento varias veces y se quedó sorprendido porque mi biblioteca y la suya se parecían mucho. Es una cuestión generacional, somos de la misma edad. Es una bonita amistad que sigue.

¿Qué planes tienes para el futuro?

De cara al futuro ninguno. Tengo una imagen de mí mismo en este momento: es como estar montado en un caballo de noche a toda velocidad por el llano rumbo a ninguna parte, como si el caballo y el jinete quisieran suicidarse. Van avanzando hacia el final. Hasta que el cuerpo aguante.
 

Sobre el autor
Sobreviviente, Lic. en Filología Hispánica y Máster en ELE (Universitat de Barcelona), sujeto migrante. Ejerce actividades humanísticas en vías de obsolescencia programada: la docencia (castellano, catalán y literatura) y el periodismo independiente (codirector-fundador de «Pliego Suelto»). Mientras, desarrolla técnicas de sobrevivencia, cree en la utopía de disfrutar del amor, de la comida, de los libros, del viaje, de la cerveza, del vino, y de las conversaciones (presenciales) y fraternas.
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