Esta es la primera de las dos entregas escritas por nuestro colaborador Bernat Castany a partir de la lectura atenta del libro El intelectual plebeyo. Vocación y resistencia del pensar alegre (Ed. Taugenit, 2021), del filósofo y docente Javier López Alós. El libro pone el dedo en la llaga sobre la precariedad en el ámbito intelectual y académico a causa del modelo económico neoliberal. Los temas tratados, en esta ocasión, son: “lo plebeyo”, la intelectualidad desplazada, la discutida figura del tertuliano, el auge y poder del “experto”, y el controvertido concepto de universidad-empresa.
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1. Sartre o el tertuliano. El objetivo de Javier López Alós, en El intelectual plebeyo, es tratar de comprender y combatir la precariedad en el ámbito académico, artístico e intelectual. Así que se trata, en parte, de una aplicación concreta de su libro anterior, titulado Crítica de la razón precaria (2019).
Aunque el autor acepta, sin nostalgia, que la era de los intelectuales clásicos ha terminado, se muestra plenamente consciente de que la era del expertismo, la precariedad y la burocratización no solo no ha supuesto ninguna mejora, sino que ha producido un empeoramiento de la situación.
No se trata, claro está, de que tengamos que escoger entre un Ortega y Gasset o un Sartre (aunque a mí no me importaría que aún rondase por el mundo algún Montaigne o algún Camus) y un tertuliano o un influencer. Se trata, más bien, de preguntarnos “si somos capaces de construir las condiciones de posibilidad para una vida intelectual”, sin que convertirnos, por ello, “en figuras públicas o remedos (a veces grotescos) de un tipo de intelectual en vías de extinción”.
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2. Lo plebeyo. López Alós construye el término “intelectual plebeyo” partiendo del imaginario romano, donde la plebs –esto es, el conjunto de personas que no disponían de gens, y que conformaban un grupo heterogéneo de proletarios, campesinos y una élite rica que podía ocupar puestos políticos y militares– se oponía al populus, frente al cual se sentían discriminados. Lo cual les llevó a organizarse institucionalmente, y construir una identidad separada.
En ocasiones la plebs amenazaba con la secessio plebis, que Ortega y Gasset describió, en Del imperio romano, como la amenaza, más o menos simbólica, de retirarse a una colina vacía para fundar otra ciudad frente a la antigua. Idea que los intelectuales asociados a la Revolución Francesa revisitarán.
Para el autor, lo plebeyo tiene un potencial movilizador, porque reúne a un grupo heterogéneo mediante la toma de conciencia de la desigualdad y la injusticia, y el deseo de hacer algo para remediar dicha situación.
Con todo, resulta importante destacar que “la oposición del plebeyo frente al patriciado no aspira a resolverse volviéndose uno patricio, sino disolviendo esa diferencia”.
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3. Más allá de Foucault. López Alós considera que la aparición de un precariado intelectual, proletariado cultural o cognitariado en el seno del capitalismo tardío nos obliga a ir más allá del análisis foucaultiano de las relaciones entre saber y poder.
Lo cierto es que la aparición de nuevos tipos de conocimiento, o mejor dicho de información, ha producido una cierta desconexión entre el saber entendido al modo clásico y el poder. Hoy en día el verdadero poder radicaría en la información, entendida como grandes cantidades de datos almacenables, disponibles, analizables y monetarizables.
En cambio, el intelectual precarizado, reconvertido en académico, escritor o artista, puede poseer “grandes cantidades de saber” y estar “familiarizado con los códigos de comportamiento y socialización de las instancias de poder”, y aún así no saber de qué modo transformar ese saber en poder.
Por si esto no fuese suficiente, estos nuevos intelectuales generan “un excedente de saber que no puede ser absorbido por el mercado laboral”, de modo que su “precio no cesa de disminuir”, creando un saber-precariado flotante, que es perfectamente funcional, porque crea una masa disponible y manipulable, cuya mera existencia mantiene los costes bajos.
Resulta, pues, necesario construir nuevos imaginarios, espacios y estilos intelectuales regidos por lógicas alternativas a la neoliberal. Para lo cual podríamos inspirarnos en el proyecto ilustrado de progreso, tras rebajar el excesivo optimismo racionalista que se le suele atribuir (y que yo no veo ni en Diderot, ni Holbach, ni en Helvétius, ni en Voltaire), y ampliarlo a todos los géneros y adaptarlo a todas las culturas (como hicieron Dorinda Outram, Peter Gay o Amartya Sen).
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4. La revolución de la claridad. El autor apuesta, con Ortega y Gasset, quien llegó a afirmar que “la claridad es la cortesía del filósofo”, por un estilo claro, dialogante y abierto, que no le oculte a nuestros interlocutores los límites de nuestros razonamientos. Del mismo modo que los humanistas y los ilustrados lucharon contra el oscurantismo de los sacerdotes, el intelectual plebeyo debería luchar contra el oscurantismo de los especialistas, expertos y demás tecnócratas, que buscan negarle al pueblo todo derecho a decidir mediante una jerga oscura lleno de tecnicismos, en demasiadas ocasiones gratuitos.
La concepción democrática del conocimiento y la convicción de que el pueblo debía participar de los procesos de decisión llevó a humanistas e ilustrados a defender la claritas, o claridad, y la consuetudo, o uso de palabras acostumbradas, como los rasgos fundamentales de su estilo.
Rasgos que aborrecieron, con diferentes disfraces, los barrocos y los románticos, cuyo aristocratismo parecía querer volver a dejar al pueblo fuera de toda actividad cultural, que no fuese el folklore, o política, que no fuese morir por la patria.
Sin duda, López Alós, quien afirma, con felicidad, que “escribimos solos, pero pensamos con los otros”, se suma a este proyecto con un estilo claro, lleno de imágenes muy sugestivas.
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5. Intelectuales desplazados. La figura del intelectual clásico, o patricio, ha sido atacada de forma cíclica, desde que Julien Benda publicó La traición de los intelectuales, en 1927.
Pero no fueron estas críticas las que erosionaron realmente su prestigio, sino las transformaciones en la comunicación social, especialmente tras la aparición de Internet. Para López Alós, la decadencia del intelectual se explica, en buena medida, por la pérdida de protagonismo y credibilidad de los periódicos, y la diversificación de los canales de información y las fuentes de opinión.
En este nuevo panorama, aquellos que crean y difunden los valores con los que se percibe y piensa la vida social son los expertos, los influencers y los tertulianos. Son figuras que, aunque no suelen tener la sólida formación cultural y capacidad crítica que tenían los intelectuales clásicos, están mejor adaptados al nuevo paisaje comunicativo.
No se trata, pues, de una “crisis de la autoridad” o “del criterio”, o solo lo es, al menos, para quienes la habían ejercido tradicionalmente, sino de un nuevo sistema de competencia en redes sociales por esa autoridad.
Según López Alós, si bien es cierto que intelectuales como Zola, Ortega o Sartre no volverán por toda una serie de razones sociales, culturales y económicas, los argumentos de autoridad seguirán circulando bajo formas y en formatos distintos.
Por todo ello, el autor considera que nuestra concepción del intelectual debe ser más amplia y menos jerárquica. Ya no se trataría tanto de llevar una vida pública, como defendió Edward Said, en Representaciones del intelectual, puesto que luchar en esos ámbitos implica someterse a las reglas del juego económico neoliberal, como una vivencia personal, esto es: “una vida intelectual y no tanto una vida de intelectual”.
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6. La universidad-empresa. Desde hace unas décadas, la universidad ha mimetizado los modelos de organización básicos de la producción industrial a gran escala.
Las auditorías del rendimiento investigador, docente y gestor han acabado convirtiéndose en un fin en sí mismo que ha llevado a todos a respetar dócilmente los protocolos y a evitar cualquier tipo de riesgo creativo. Pura ciencia normal, y aun menos que normal, que diría Kuhn.
No es extraño, pues, que las nociones de fordismo académico y taylorismo académico hayan sido aplicadas a la nueva universidad-empresa neoliberal.
De un lado, Henry Ford descubrió las ventajas de convertir a sus propios obreros en consumidores de sus propios productos. En este sentido, López Alós considera que el fordismo académico se revela en el hecho de que la investigación académica tiende a producir una cantidad ingente de unidades que acabarán siendo consumidas solamente por los propios investigadores.
Del otro lado, Frederik Taylor creó un sistema de “gestión científica de la producción que buscaba reducir los costes laborales mediante la división de las tareas y la personalización y discrecionalidad del trabajo de los obreros”.
Tal y como vimos más arriba, en el ámbito académico, la sobreproducción no supone un problema, sino que, muy al contrario, es totalmente funcional, ya que baja el precio de la producción y aumenta la precarización de la “mano de obra”.
Luego está la competividad. Pues el modelo post-industrial ha atomizado las unidades de producción con el objetivo de que la competencia entre ellas aumente la productividad, logrando, además, que toda carencia o antagonismo deje de ser arrojada contra el sistema para verse encerrada dentro del ámbito de la propia actividad individual.
No habrá, pues, más huelgas, manifestaciones o protestas, mientras todos estén compitiendo entre sí y autoexplotándose inmisericordemente.
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7. Expertos tiene el poder. El tipo de saber que posee el experto, no solo es diferente al del intelectual, sino incluso al del especialista, pues se trata de un género de saber que solo tiene como objetivo la aplicación concreta de un conocimiento concreto.
Ortega y Gasset ya había criticado, en Misión de la universidad, “la barbarie del especialismo”, consistente en que “el especialista sabe muy bien su mínimo rincón del universo, pero ignora de raíz todo el resto”.
Pero la ideología de la expertise, dice López Alós, va más allá, pues se disfraza de neutralidad, y, en un alarde tecnocrático, expulsa a los no expertos, esto es, a todos (pues como nadie puede ser experto en todos los temas, también los expertos se verán excluidos la mayor parte del tiempo).
Bueno, a todos, menos a sus amos, porque otra característica que tiene el experto es que no piensa por sí mismo, pues lo único que hace es hallar soluciones prácticas a los planes de aquellos que realmente toman las decisiones. Por si esto no fuese suficiente, “la expertise también se halla sujeta a la presión de la obsolescencia, y participa en una extraña competición que no puede detenerse a celebrar ninguna victoria”, pues “cada experto debe justificar incesantemente el valor especial de su propio objeto de conocimiento”.
No es extraño que el expertismo se haya convertido en una ideología fundamental para la gubernamentalidad neoliberal, al bloquear toda crítica y todo debate, ya que “su apariencia de neutralidad analítica, puramente técnica y calculadora, es en realidad aparente”, pues tiene como último objetivo “neutralizar la reflexión crítica y naturalizar el orden político”. (Enzo Traverso, ¿Qué fue de los intelectuales?)
Más, “la ideología de la expertise despliega también un prejuicio vitalista contra los intelectuales, que es, ante todo, una disposición antiespeculativa”, pues, desde su punto de vista, “la vida es acción”.
Pero no debemos entender esa “acción” en un sentido vitalista, sino solo como el cumplimiento de aquello que otros les piden que haga. Se trata, pues, de un concepto que “responde a una pragmática específica dentro del marco ideológico neoliberal”.