A. Berrojalbiz y J. Rodríguez: “La revolución tecnológica es un instrumento de amedrentamiento y sumisión” (y III)

Fragmento cubierta «Sobre la vocación política de la filosofía», Donatella Di Cesare

 
Esta es la tercera y última entrega de la charla que Carlos Femenías Ferrà mantuvo con Ander Berrojalbiz y Javier Rodríguez Hidalgo, autores de Los penúltimos días de la humanidad (Pepitas de calabaza, 2021). En esta ocasión tratan la pandemia a través de distintas perspectivas: la acción de la sociedad sobre el individuo, el aumento exponencial de Internet, la revolución tecnológica, la desmovilización social, la degradación educativa, la aceptación del autoritarismo, el hedonismo, la crisis económica, las nuevas generaciones y el adanismo.

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Hagamos un alto más en la cuestión de la responsabilidad moral, que perfiláis a partir de diversas autoridades, especialmente de Stuart Mill y sus apuntes sobre la fricción entre la libertad individual y la administración de lo colectivo. Mill –sigo vuestra cita– contempla ciertas circunstancias en las que la acción que no se ciñe a medidas legales puede producir efectos virtuosos e, invirtiendo el foco, alude a casos en los que la acción de la sociedad sobre el individuo puede resultar un remedio peor que la enfermedad.

Vosotros lo aducís para justificar la objeción de conciencia respecto a las restricciones y afirmáis que «no tiene sentido invocar la libertad sin asumir riesgos, incluyendo la posibilidad de sufrir o causar un accidente». Una idea fundamental del libro es que la sociedad se aferra a la vida a costa de degradarla, mientras que una vida digna presupone por fuerza la renuncia a la seguridad absoluta, que impide per se la posibilidad de la libertad.

John Stuart Mill, 1859

En esa cita, Mill prevé situaciones en que esa libertad puede limitarse, pero apela a la precaución, y por eso la trajimos a colación en el libro. Toda situación de excepción debe ser muy contenida, y precisamente lo que ha faltado en los dos últimos años es cautela.

Pero queremos insistir en que aquí no se defiende una concepción “heroica” de la existencia, a la manera del fascismo, que exalta lo joven y viril. Lo que queremos decir es que la asunción de ciertos riesgos es inseparable de la libertad. Por ejemplo, cuando rechazamos cámaras de videovigilancia. Ahora puede parecer absurdo, pero en los noventa aún había voces que se opusieron en nombre de la libertad y el derecho a la intimidad a la multiplicación de cámaras por doquier.

La pandemia ha supuesto un aumento exponencial del uso de Internet. Me gustaría que dijerais unas palabras sobre los efectos que está teniendo la tecnología en los jóvenes y, para daros un pie, recuperaré del libro un fragmento de la carta de un lector de la revista La Décroissance, que sostiene que «la sociedad de las mascarillas surge de la misma voluntad de deshumanización que la dominación digital: aislamiento, miedo al otro, obsesión por la seguridad, vigilancia generalizada, sacrificio de las libertades».

Vuestro postulado es que la realidad no deja de refutar las utopías democráticas que animan la revolución tecnológica. Veis en ella, por el contrario, un instrumento de desmovilización, amedrentamiento y sumisión.

Desmovilización, amedrentamiento y sumisión, y en el caso de los más jóvenes, una auténtica camisa de fuerza que impide que aprendan a pensar por sí mismos. El ejemplo más claro es el de marzo de 2020: en lugar de ayudar a analizar sosegadamente los datos que ya llegaban sobre los riesgos reales de la enfermedad, las redes sociales amplificaron las consignas más alarmistas.

Ya hay muchos estudios que demuestran que los discursos que más circulan por internet (por culpa de actos irreflexivos como el funesto “retuit”) son aquellos que apelan a lo irracional, el miedo, el deseo sexual, la vanidad… Se ha dado un salto de gigante en la normalización de Internet para todo (incluyendo tomarse un vino con un familiar o amigo vía Zoom).

Neil Postman, 1985

Si esta misma crisis se hubiera dado a mediados de los noventa, las vías que se habrían explorado serían completamente distintas. Descartada la posibilidad de la aceptación voluntaria de un autoencierro sin series ni redes sociales, se habrían intentado otras formas de hacer frente a la enfermedad.

Otro supuesto básico del que partís es especialmente polémico. Asumís que las condiciones de posibilidad de esa aceptación del autoritarismo se deben, entre otras cosas, a la degradación de la educación, que habría venido modelando una generación intelectual y cívicamente desposeída. A la «penuria energética [y] económica» se uniría, decís, la «espiritual». ¿No es ese un argumento que cada generación ha venido repitiendo desde que el mundo es mundo? ¿No es un mantra que convendría revisar?

Ortega decía que todas las generaciones creen estar viviendo una era de transición. Pero no conviene relativizar hasta el extremo. La universalización de Internet, que ha tenido lugar en muy pocos años (grosso modo, desde finales de los noventa hasta 2010, más o menos) ha cambiado drásticamente nuestra forma de relacionarnos y de pensar. Por eso citamos a Neil Postman, que solo habló de la televisión, pero cuyas críticas siguen sirviendo (aunque se queden cortas) para el mundo de la conexión total y permanente.

En realidad, la desposesión espiritual solo se debe muy accesoriamente a la educación, aunque los pedagogos y muchos maestros la hayan acelerado fingiendo creer que Internet mejora el aprendizaje de los alumnos.

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En el libro habláis de un «vaciamiento de la vida», devaluada «a favor de la mera supervivencia», lo que se traduciría en la fijación por aplanar la curva en detrimento de todo lo demás. Atribuís ese vaciamiento a dos causas principales: un pánico a la muerte exacerbado y, en segundo lugar, el imperio de la economía, convertida en único argumento capaz de justificar la suspensión y relajación de las restricciones (algo que pudimos ver en la repentina relajación de la campaña de verano de 2020 sin peceerres ni remilgos y con unos pocos rastreadores –quién se acuerda, ya– tras un confinamiento draconiano).

Pepitas de calabaza, 2021

Decís que «para hacer frente a los embates venideros hará falta otra cultura de la muerte, y esto solo significará algo como parte de una nueva concepción de la vida», que os parece «la única empresa que puede tener sentido cuando, honradamente, cualquier perspectiva de transformación revolucionaria de la sociedad ha sido clausurada por mucho tiempo. O, por lo menos, en un sentido contrario a la revolución neoliberal e individualista de las últimas décadas». ¿Podríais extenderos?

En lo que a la penuria espiritual se refiere, en el libro citamos un pasaje de Donatella di Cesare, que, a pesar de la palabrería agambeniana que despliega en su libro, apunta acertadamente que, tras el desvanecimiento de la idea de progreso, tanto en el cielo como en la tierra, la vida adolece de la falta de todo proyecto trascendental, de objetivos que vayan más allá de nuestra biografía personal (demasiado unida a nuestra existencia biológica) que además sirvan de contrapeso a conductas y pensamientos egoístas.

Dicho de otro modo, bajando a un plano menos esotérico: desde 2020 se considera un ultraje que se propague una enfermedad cuyas víctimas tienen una media de más de ochenta años, pero a nadie parece indignarle que los niños lleven una mascarilla todo el tiempo desde septiembre de ese año. ¿Qué idea de “calidad de vida” conlleva semejante posición?

Hablamos de “calidad” en el sentido literal del término, no del acceso a bienes materiales. Es obvio que nuestra posición es moralista, pero no nos parece ilícito en un momento en que la izquierda ha apostado por un moralismo que fiscaliza hasta los comportamientos privados de los individuos.

Ediciones El Salmón

Esa “nueva concepción de la vida” no es más que una hipótesis, pero podemos imaginar que se basará en el desapego a lo que ahora se considera normal: viajar mucho, pasar muchas horas delante de una pantalla, dedicar poco tiempo a los hijos… Desde luego, expresado así, parece demagógico. Pero cualquiera puede observar que en los últimos tiempos ha ido instalándose a todos los niveles una aceptación de cosas que no tienen nada de normales, como responder en domingo a llamadas o mensajes del trabajo, por ejemplo, o que un adolescente de 17 años tenga grandes dificultades en explicar lo que ha leído en un texto de tres párrafos.

Dicho esto, no tenemos una receta que proponer. En el libro decimos claramente que la posibilidad de una acción colectiva es casi imposible, dado que cualquier intento en ese sentido, en lo que a las restricciones se refiere, atraería a una cantidad inmensa de negacionistas, fachas o simplemente locos.

Así que de momento queda poco más que hacer que intentar salvar, en estas condiciones tan hostiles, la dignidad individual y la decencia.

A propósito del inicio del confinamiento –el 14 de marzo de 2020– habláis de «un clima de perplejidad e incluso de cierta euforia» surgido de la sensación de que el shock de la pandemia, con la paralización que aparejó, traería consigo «una transformación social a favor de la justicia social y de la toma de conciencia ecológica». ¿En qué momento creéis que quedó cancelada esa euforia inaugural?

Probablemente en pocos días. En todo caso, el final del confinamiento y la ausencia de un restablecimiento de una Sanidad que seguía estando expuesta a la epidemia dejaron claro que aquella esperanza había sido un espejismo.

Cabe señalar que no hay nada menos probado que la idea de que los cambios sociales sean consecuencia casi mecánica de ciertos acontecimientos. Por ejemplo, en 2008 mucha gente pensó que la crisis económica iba a aumentar la conciencia social. No hace falta que recordemos, en 2022, dónde ha quedado aquello.

Juanma Agulles

La prensa se ha hecho eco de expertos que pronostican una etapa de hedonismo desenfrenado tras la pandemia y que conviven impúdicamente con prospecciones que señalan una debacle económica duradera. ¿Qué opinión os merece ese fenómeno?

No es contradictorio. Quienes tengan acceso a un mayor poder de consumo gracias a sus rentas (por tener varios pisos en Airbnb o haber dado con un algoritmo exitoso) se darán la vida padre. Para el resto, la vida será más penosa que antes.

Además, lo inédito de la situación va a desestabilizar mucho la idea de lo que antes se tenía por “normal”. Parece que en momentos en que se propaga la sensación de que el mundo va a cambiar radicalmente, proliferan también los comportamientos aberrantes. Se dice que en el Phnom Penh de los días previos a la llegada de los Jemeres Rojos, algunas personas se entregaron a desparrames de todo tipo, creyendo, con razón, que empezaba un auténtico apocalipsis.

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La pandemia y su gestión ya son un nicho editorial. Si no un mapa, querría saber qué destacaríais de lo que se viene publicando.

Aunque con distintos tonos, estilos y contenidos, nuestro libro no es el único crítico con la gestión de la epidemia desde un punto de vista que no tiene nada de recuperable por parte de la derecha. Por ejemplo, están La plaga de nuestro tiempo de Juanma Agulles, La nueva normalidad de Eduardo Romero o Covid-19. La estrategia autoritaria y la estrategia del miedo, una obra colectiva publicada por Ediciones El Salmón.

No sé si hay tanto un nicho como una saturación, pero nuestra única intención para publicar el libro era la de expresar algo que nos parecía necesario y que nadie más quería decir (o tenía ganas de decir, por no tener que aguantar los reproches que esperan a quien critique la política de restricciones).

Eduardo Romero

El libro es reciente, pero no paran de suceder cosas. En vista de lo que está sucediendo, ¿hay algo que le añadiríais?

Hace unos meses publicamos en el diario Gara un artículo titulado «El silencio de la izquierda y el auge de la extrema derecha». En él, además de ciertas reflexiones genéricas a las que hace referencia el título, apuntamos a problemas, conflictos y luchas concretas que la nueva legislación, en este caso una proposición de ley de los partidos que sustentan el Gobierno Vasco (PNV y PSOE), suscitaría.

Respecto al libro, solo esto: si hay un retorno, muy relativo, a la normalidad no será por el éxito de las vacunas, sino por nuestro deseo de hacer frente a esta nueva situación con una calma que nos ha faltado desde el principio.

Que puede haber un falso retorno a la normalidad es algo que puso en evidencia la victoria de Ayuso en Madrid, pues capitalizó el hartazgo ante las restricciones con una demagogia demencial (el PP de Esperanza Aguirre ha desmantelado el sistema sanitario y ahora recoge los frutos de la debacle).

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Acabemos con una última cala en el malestar de las generaciones por venir. Hacia el final del libro fiáis en ellas el estallido de una impugnación total del modelo anterior. El surgimiento de una cultura que hará añicos las premisas de nuestro mundo. Esa idea se ha ido acrecentando últimamente: cunde la sensación de que las nuevas generaciones muestran ya rasgos de adanismo y de que van a protagonizar una reacción justiciera contra una cultura que les parece destructiva y caduca.

Sé que habláis de una minoría reactiva, pero ¿no es algo contradictorio habida cuenta de que habláis de una educación entregada al adocenamiento? ¿No alienta en ello una especie de mesianismo que reproduce –si bien de forma más lúgubre y situándolas a largo plazo– las transformaciones que imaginaban los primeros meses covidianos?

George R. Stewart, 1949

Lo que exponemos en esas páginas finales no es más que una hipótesis. Quizá no sea más que un deseo piadoso.

Puestos a imaginar algo, podemos concebir que, tras atiborrarse de todo lo que se le ofrece como ideal (tecnología, consumo, viajes), un sector de esa juventud busque algo diferente. No queremos incurrir en ninguna forma de mesianismo. Esperemos que ellos no caigan en esperanzas milenaristas.

Para que algo así ocurra, probablemente será necesario que esos jóvenes entiendan que para ellos el acceso a lo que sus padres conocieron como meta estará vedado. Eso solo será posible en un contexto de penuria material creciente. Que esos jóvenes sean capaces de llevar a cabo una proeza tal como la ruptura respecto al ideal social de las últimas generaciones es algo poco probable. Pero las sorpresas existen.

Cierto que puede parecer una intuición «adanista», pero ni siquiera decimos que eso nos guste. Al contrario, creo que es obvio que, para nosotros, lo espontáneo sería imitar la tendencia de Isherwood (el personaje creado por George Stewart que inspira esa reflexión final) a querer preservar las formas de pensar y de actuar que hemos conocido pero, sinceramente, no nos parece viable.

Si esos jóvenes llegan a rebelarse un día, lo harán de manera que nos resulte parcialmente inexplicable, sin duda. Y desde luego no le caerán tan bien a la prensa como otras iniciativas juveniles.
 

Sobre el autor
Profesor de Literatura en la Universitat de Barcelona. Sus intereses se orientan hacia el ensayo y la historia cultural en la España contemporánea.
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