Vamos a contar dos historias. Una es una película, Dogville (2003), del director danés Lars von Trier. La segunda es un libro-reportaje, Cabeza de turco (1985), del periodista Günter Wallraff. La historia ficticia narrada en la película y la real del libro corren paralelas. Aunque no deberían, comparten actualidad y verosimilitud; sólo divergen en el escenario y en el final.
La protagonista de Dogville es Grace, interpretada por Nicole Kidman, una mujer joven que huye de una amenaza indeterminada acaba estableciéndose en el pueblo-decorado de Dogville, asumiendo un inequívoco estatus de refugiada. El de Cabeza de turco, Alí, es un inmigrante turco que busca un trabajo en una Alemania a la que perfectamente podríamos llamar Deutschville. La película y el reportaje, decíamos, guardan un fuerte e inquietante paralelismo.
Tanto Alí como Grace aterrizan en una sociedad que resume a todo el mundo occidental, bien compartimentada y estamentada, que cuenta con una intelectualidad llena de pretensiones y buenas intenciones. Son estos intelectuales idealistas los que convencerán al resto de la sociedad de que dispense una buena acogida a los recién llegados. Los dos intentarán pagar su derecho a residir en sus lugares de acogida con el trabajo, y mostrarán una actitud respetuosa con los habitantes de su lugar de acogida, que les brindarán una serie de oportunidades.
En un principio, los dos inmigrantes parecen estar en el camino correcto. Pero hay algo, una característica de sus personajes, que ninguna sociedad llega a perdonar con el tiempo, y que cambiará sus vidas dramáticamente. No es, como podría parecer, su procedencia, ni su aspecto físico o su religión las que decidirán este cambio. En el fondo, no. Lo que decidirá el destino de Grace y Alí, en realidad, será su total indefensión. No es tampoco el provecho que se saca de sus salarios reducidos, porque los que les insultan y humillan en la calle no cobran por ello. La verdad es que Dogville y Deustchville, Europa, el mundo, les hacen daño porque pueden.
Con el tiempo, todo se precipita. El trabajo de Grace cada vez es más duro, y la actitud de los habitantes del pueblo empezará a cambiar. Su condición de refugiada, de apátrida, la vuelve un blanco fácil. Con el tiempo acabará esclavizada y humillada por todos ellos sin excepción, y cargará día tras día una pesada rueda atada al cuello para impedir su fuga.
A Alí no le va mucho mejor. Por un sueldo miserable ha de deshollinar hornos de fundición, hacer de cobaya humana para laboratorios farmacéuticos, tragar amianto, polvo de hierro o de carbón durante horas. En el trabajo y en la calle sufre humillaciones tan grandes como Grace. Su cadena al cuello, económica y social, no es tan metafórica como podría parecer:
«Nos depositan en una torre de extracción y, en la penumbra, subimos varias plantas con nuestras palas, picos, carretillas y taladradoras neumáticas para destripar terrones caídos de las cintas transportadoras y adheridos entre sí. El viento no para de soplar a diez grados bajo cero y somos nosotros mismos los que imprimimos a nuestro trabajo un ritmo infernal para calentarnos algo por dentro. Cuando, al cabo de una hora, y sin decir esta boca es mía, nuestro jefe de cuadrilla se larga, ya que su forma de arrimar el hombro es más bien simbólica y, en consecuencia, tarda menos en quedarse helado, intentamos prender una lumbre para calentarnos. Pero es más fácil decirlo que hacerlo. A nuestro alrededor arde el fuego en la fundición, la brasa incandescente es vertida de forma automática en gigantescos vagones que dan la sensación de transportar poderosas bombas, o bien sale disparada como una soga ardiente que va a parar a los previstos canalones.»
Para Julio Cortázar, los cuentos, como los buenos boxeadores, “ganan por K.O”. Y ese uppercut final depende de un giro argumental inesperado. Para que estas dos historias, hasta ahora cotidianas y aburridas, ganen en interés, se introduce un golpe de efecto: tanto Grace como Alí tienen una identidad secreta. Grace resulta ser la hija de un mafioso despiadado. Alí, en cambio, es el autor y protagonista de un reportaje: disfrazado de turco, ocultando sus alemanísimos ojos azules y pelo rubio con una peluca negra y unas lentillas oscuras, Günther Wallraff se infiltra en los rincones más oscuros y fétidos de la geografía física y espiritual de Deutschville. El resultado de esta inmersión será Ganz Unten (‘En lo más bajo’) que se publicará en España como Cabeza de turco.
#AHORCAD A TODOS LOS TURCOS Y A TODAS LAS MUCHACHAS ALEMANAS QUE SE ACUESTEN CON ELLOS
#TURCOS DE MIERDA, NUNCA SE LOS PODRÁ COLGAR BASTANTE ALTO, LOS ODIO A TODOS
#ME VOY A CARGAR A TODOS LOS CERDOS TURCOS
#ESTOY SATISFECHO DE SER ALEMÁN ALEMANIA PARA LOS ALEMANES
#MEJOR SER UN CERDO SS QUE UN CERDO TURCO NUNCA HA HABIDO MEJOR ALEMÁN QUE ADOLF HITLER
(Pintadas en el WC de la factoría Thyssen, citadas en Cabeza de turco)
Y tras la gran revelación, el final. En Dogville, el padre de Grace, del que huía cuando llegó al pueblo, la acaba encontrando. Grace se le une y le pide que extermine a todo el pueblo. Son escenas con las que no podemos dejar de sentir un placer culpable. La justicia poética le puede a nuestra empatía por los humanos, y la mayoría de nosotros ayudaríamos gustosos a borrar del mapa un sitio como ése. Grace justifica ante su padre la purificación y mejora de la humanidad por el fuego, que en su época debió ser el sueño más húmedo de Adolf Hitler.
-GANGSTER: Ahora.
-GRACE: De una vez.
-GANGSTER: ¿Por qué no?
-GRACE: Entonces eso implicaría que también tendría que asumir responsabilidades inmediatamente, de una vez. Sería parte del problema, como el problema de Dogville.
-GANGSTER: Podríamos empezar disparándole al perro y clavándolo en la pared, allí, delante de la lámpara, por ejemplo. A veces eso ayuda, ¿no?
-GRACE: No, tú quieres que yo haga asustar más al pueblo, pero eso difícilmente lo hará un mejor lugar. Eso podría pasar de nuevo, si alguien sobreviene, con sentimientos, frágil… Es para eso que quiero usar el poder , si no te importa. Quiero hacer este mundo un poco mejor.
A estas alturas, Dogville ha recuperado del todo la condición de ficción, gracias a este final nazijusticiero y catártico. El de Cabeza de turco, en cambio, es mucho más verosímil; Adler, uno de los esclavistas, consigue escapar a tiempo de la policía y, muchos años después, empresas como Thyssen y muchas otras —a las que se van sumando gobiernos e instituciones— siguen vulnerando los derechos más elementales de los trabajadores que les prestan unos negreros subcontratados. Todo ha caído en el olvido. Y una Deutschville, un mundo y una humanidad psicópata siguen explotando a sus miembros más indefensos —africanos, rusos, mujeres, niños, suma y sigue— sólo porque lo son. Porque pueden.