A pocos días del lanzamiento de El hispano (Arzalia, 2020), la nueva novela de José Ángel Mañas, el autor madrileño escribe para Pliego Suelto las razones personales y biográficas –Mañas estudió Historia en la Universidad Autónoma de Madrid– que le llevaron a reconstruir la historia del cerco, la heroica resistencia y destrucción de la ciudad celtíbera de Numancia a manos de las legiones de la Roma imperial (133 a. C).
Cuando me preguntan por mis estudios de Historia, suelo decir que pasé por la facultad como un turista. Fue un visto y no visto.
De entrada, era de los más jóvenes de mi promoción. Encima, pasé un par de años Erasmus fuera, uno en Sussex y el segundo de bonus –faltaba gente que quisiera ir– en Grenoble. Por último, cursé cuarto y quinto juntos, con la idea de “quitármelo de encima”.
Fue un pacto con mi padre: yo terminaba la carrera y él me mantenía el año ganado, durante el cual yo intentaría escribir ficción a tiempo completo. En medio de ese periodo quedé finalista del premio Nadal de 1994, con lo cual mi vida quedó encauzada.
En definitiva, no fue una licenciatura seria. Le faltó coherencia. Por poner un ejemplo, en Inglaterra estudié la rebelión de los lolardos, y en Francia, Historia del cine francés en los años 60 y Psicohistoria, que no tiene nada que ver con Asimov: era psicoanálisis freudiano aplicado al estudio de los movimientos de masas. Digamos que picoteé un poco de aquí y de allí.
Y sin embargo, con el paso del tiempo, mi carrera como escritor ha ido basculando de manera casi imperceptible hacia la historia y eso me obliga a revalorizar mi trasfondo universitario.
Al final, pese a mi diletantismo confeso, aquello dejó más poso del que esperaba.
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Una buena prueba es que, aunque he olvidado casi todo lo que estudié en la Universidad Autónoma, las ideas básicas que sigo teniendo sobre la historia son las que cuajaron entonces a partir de las lecturas y conversaciones de esos años.
Estas ideas son esencialmente tres:
Primero, que la historia no es una retahíla de datos. Uno de mis profesores solía repetir que memorizar fechas es tan útil a la historia como el cálculo mental a las matemáticas. Para lo uno tenemos calculadoras y para lo otro los libros especializados. No es cuestión de memorizar. A mí siempre me atrajeron de la historia las grandes panorámicas, las visiones macroscópicas mucho más que las microscópicas, la capacidad interpretativa de los grandes historiadores y la filosofía de la historia.
Segundo, que la historia se escribe desde el presente y que los historiadores a menudo desvelan más sobre el periodo que los engendra que sobre aquel que estudian. Es decir, que la época en la que se escribe termina por mirarse en el espejo también de las obras históricas, como enseña la historiografía.
Tercero. Pero lo más importante es que esa vaga idea de que la historia tiene algo que enseñarnos es falsa. La historia no enseña nada. La historia es un magma incomprensible y contradictorio de eventos que lo contiene todo: ejemplos para lo uno y lo otro y argumentos y contraargumentos igualmente válidos para la misma situación y la contraria. En la historia no hay ninguna verdad, sino muchas, que según quién mire y según cómo mire, y según desde donde mire, pueden llevar a sacar conclusiones totalmente opuestas, incluso a partir de los mismos hechos.
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Bien, este amplio preámbulo para llegar a mi última novela publicada, El hispano, mi tercera novela histórica, y la más novela y la más histórica, las dos cosas a la vez, de mi producción.
Por una parte es una novela de aventuras allí donde las haya, llena de peripecia y aquella en la que he soltado más el brazo a la hora de fabular. Idris, el guerrero numantino del siglo II a.C, es el protagonista de una de mis propuestas más felizmente stevensoniana.
Pero al mismo tiempo es mi novela más histórica porque hunde sus raíces en la investigación que realizó en su día José Mañas Martínez, mi padre.
Mañas sénior publicó en 1983 una biografía del ingeniero de caminos decimonónico Eduardo Saavedra y Moragas, quien entre otras muchas cosas –fue catedrático de Mecánica Aplicada, arabista, filólogo, miembro a la vez de la RAE y de la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales– descubrió la ubicación real de la Numancia celtíbera.
La parte más suculenta de aquel trabajo fue la recopilación de las cartas que se cruzaron en su momento Saavedra y el arqueólogo Adolf Schulten (1870-1960), autor del estudio monumental sobre Numancia que todo aquel interesado en la ciudad arévaca debe leer.
Una copia de dicha correspondencia (que extractamos aquí en Pliego Suelto1) quedó en manos de mi padre. El poder leerla fue el chispazo que me llevó a componer la novela que presento por estos días en la magnífica edición de Arzalia, y que de paso me resarce de cierta frustración experimentada con mis anteriores narraciones históricas.
Tanto en Alejandro Magno y el secreto del Oráculo como en Conquistadores de lo imposible, novelé historias sucedidas en países y continentes lejanos. Con El hispano recreo eventos que se dieron en un cerro a orillas del Duero, al noreste de Soria, y en sus alrededores, con lo cual he podido pisar las ruinas de la ciudad original de Numancia, de los campamentos romanos de Escipión y de la antigua Termancia (hoy Tiermes).
Ha sido una experiencia de lo más gratificante. Amén de –las vueltas que da la vida– aprovechar una senda que ya abriera mi padre.
En resumidas cuentas, como decía Steve Jobs en su famosa conferencia en la Universidad de Stanford, de alguna manera los puntos de una vida tienen tendencia a juntarse: todo lo que uno es acaba convergiendo en el trabajo que uno hace.