Ocurrió hace unos años. Por aquel entonces yo vivía en Los Ángeles, la Meca del cine, y tenía un trabajo administrativo tan gris como las paredes de la oficina donde lo realizaba. Aquel día la cosa empezó a torcerse al finalizar la jornada laboral. Uno de los faros de mi coche se había fundido.
Alguien me recomendó un taller cerca de donde trabajaba. Lo encontré rápido, lo que me dio esperanzas en que el día no terminara como un auténtico desastre. Sin embargo, una vez allí, me dijeron que iban a tardar un par de horas en reponer la bombilla. Abandonada toda esperanza de llegar a casa a una hora razonable, intenté encontrar algún bar en el que matar el tiempo en aquella zona de Olympic Boulevard.
Bar no se veía ninguno en kilómetros a la redonda, pero lo que sí encontré fue una librería de viejo. Era un descubrimiento extraño. Aquella era la primera con que me tropezaba después de un año en California, el reino de las tiendas de segunda mano. Es cierto que la mayoría de las librerías de Los Ángeles tenían una sección de libros usados, pero hasta ese momento no había encontrado a orillas del Pacífico un establecimiento similar a nuestras acogedoras librerías europeas.
No pude resistirme y entré a curiosear. Como en cualquier librería de viejo que se precie, los libros se amontonaban en estanterías de manera pulcra y ordenada. Una capa de polvo le daba a la mercancía una pátina de respetabilidad.
Admito que nunca se me ha dado muy bien lo de buscar diamantes en bruto, ni me he sentido como un cazador de rarezas, pero aquel día algo pasó. Acabó en mis manos un ejemplar de relatos de Aldous Huxley (1894-1963), que en principio me pareció curioso, y una antología de poemas de William Blake (1757-1827), cuya edición, a mi entender, era una pequeña maravilla. Publicado en 1915, reproducía en blanco y negro un grabado por poema.
Por aquel entonces no estaba muy familiarizado con los grabados de Blake, aunque sí que había leído los versos de Europa, una profecía (1794), y los había citado en más de una ocasión como premonición del europeísmo que a todos nos había embargado en los 90. No me creía la suerte que había tenido.
A la hora de pagar, el dueño no se mostró tan entusiasmado como yo por mis adquisiciones. Abrió la antología de Blake y me dijo: “Está anotada”, como si de una mancha en el libro se tratara. Ni me había dado cuenta, pero tampoco me importó. De hecho, me pareció parte del alma del libro. Siempre me ha gustado revivir las otras vidas de los libros antiguos que han pasado por mis manos. No dije nada, pero aquel señor decidió hacerme una rebaja de un par de dólares sobre el precio marcado.
Al volver al taller, el coche estaba listo. Con varias horas de retraso llegué a casa y, ya con calma, pude hojear mis adquisiciones. Muchos poemas de Blake estaban subrayados. El anterior dueño había marcado frases sugerentes, metáforas elevadas, algunas sentencias proféticas propias del iluminado poeta.
En la primera página, encontré el nombre de la primera propietaria del libro: Mary Fuller, la autora de aquellas anotaciones y subrayados. Aquel nombre me resultaba familiar. Cerca de mi casa, junto al restaurante El Coyote, Bervely Boulevard cruzaba Fuller Avenue. Sam Fuller había sido un director maldito del Hollywood de los 60-70, pero no era por él que el apellido me sonaba.
No hacía mucho, había leído un artículo sobre el triste destino de otra Fuller, aquella que había sido una de las actrices más famosas de Hollywood. Parecía increíble que el libro pudiera pertenecer a ella.
Mary Fuller (1888-1973) fue una de las primeras estrellas del cine mudo norteamericano. Su estela fue casi tan rutilante como la de Mary Pickford (1893-1979), la primera “novia de América”. Nacida en Washington, dio sus primeros pasos en el teatro, como la mayoría de los actores de la época. Su belleza limpia y su mirada sosegada le abrió las puertas del cinematógrafo. Desde aquellas barracas de feria que servían de improvisadas salas de cine, la candidez de Mary Fuller enamoró a toda una generación de ingenuos espectadores.
A lo largo de diez años participó en más de doscientos cortos y una veintena de largos. Un ritmo de trabajo increíble si nos paramos a pensarlo. Entre sus más importantes apariciones destaca la primera versión en cine de Frankenstein (1910) y el primer serial cinematográfico de la historia What happened to Mary? (1907). Entrega tras entrega, todos los meses, los espectadores se enganchaban a las melodramáticas desventuras de Mary en la pantalla, casi un siglo antes de que llegara Netflix y la progresía del siglo XXI se declarara “seriófila” (ese “palabro”).
Su éxito fue rotundo en la época en la que todavía gran parte de las producciones se realizaban en Nueva York. Tampoco pasó desapercibida para Hollywood. Desde la naciente Meca del cine, Universal le ofreció un contrato y se trasladó a Los Ángeles donde continuó su carrera.
Pero Mary Fuller no fue solo una cara bonita que los estudios explotaron hasta la extenuación. También escribió algunos guiones que ella misma protagonizó después, una ambivalencia difícil de encontrar en el Hollywood de aquellos años.
Es precisamente esta Mary Fuller intelectual la que me cuesta menos imaginar subrayando emocionada pasaje tras pasaje del libro de Blake, anotando comentarios con un lápiz verde acerca del simbolismo de tal poema y marcando las metáforas que más le costaba interpretar. Entre 1915 y 1917, Mary Fuller –me gustaría pensar que la actriz, la guionista, la estrella– anotó la antología de William Blake que compré en una librería de viejo de Olympic Boulevard.
Sin embargo, nadie recuerda a aquella Mary Fuller hoy en día. Dudo que Fuller Avenue lleve ese nombre en su honor. En 1917 concluyó su contrato con la Universal. La versión oficial cuenta que las últimas producciones en las que participó, cada vez con un presupuesto más elevado, habían sido un fracaso. Mary parecía haber perdido el beneplácito de los espectadores. Por este motivo, Universal prescindió de ella y ahí acabó todo.
Sin embargo, la versión oficiosa es mucho más jugosa. En Hollywood, Mary se había enamorado de un famoso tenor. A pesar de haber vivido un apasionado affaire, el tenor, casado, había decidido abandonarla para volver con su familia. En aquellos años de puritanismo exacerbado, un escándalo así podía poner fin a la más prometedora de las carreras.
Puede que por este motivo Universal no renovara el contrato de Mary, puede que fuera la salud mental de ella la que empujó al estudio a esta decisión. Lo que se sabe con certeza es que aquella rutilante estrella cayó en una profunda depresión, que la llevó de vuelta a Washington con su familia, donde podría haber estado internada una temporada en un sanatorio.
Es curioso que un cotilleo de este calibre no esté recogido en la Biblia de los cotilleos hollywoodienses: Hollywood Babilonia de Kenneth Anger. Ni una palabra sobre Mary en ninguno de sus dos volúmenes. Y sin embargo, Mary Fuller se había convertido en el primer juguete roto de la historia de la Meca del cine.
Pero, ¿hasta que punto son verosímiles estas dos versiones de la caída en desgracia de Mary Fuller? Es difícil decirlo. Es precisamente Kenneth Anger quien nos da una pista de la que pudo haber sido otra posible razón de la desaparición de una carrera tan prometedora: las drogas. Solo un año después de la caída en el ostracismo de Mary Fuller, se produjo en Hollywood el primer gran escándalo propiciado por las drogas. La muerte de Olive Thomas, una prometedora starlette, por sobredosis de heroína, casi consiguió ser silenciada. Fue la primera de una serie de tristes desgracias ocasionada por la adicción a los opiáceos.
La presión de los estudios, que necesitaban éxitos semanales y mensuales mientras producían películas a ritmo estajanovista, así como las maratonianas jornadas de trabajo de los jóvenes intérpretes, los empujaban a buscar en las sustancias ilegales la fuerza necesaria para mantenerse en aquel carrusel vertiginoso.
Me queda la duda de si Mary Fuller no fue también otra víctima de la heroína y su paso por el sanatorio no fue más que un tratamiento de desintoxicación y no una depresión por mal de amores.
En la década de los 20, perdida la juventud y rozando al cuarentena, Mary pretendió volver a Hollywood, pero nadie quiso contratarla. Nada más se supo de ella hasta 1973, cuando murió en un manicomio de Washington después de más de treinta años ingresada allí sin ningún familiar conocido.
Yo, por mi parte, la sigo imaginando en lo más alto de su carrera, disfrutando de los poemas de Blake, sin saber que a través de sus notas, un siglo después, me sigue hablando.