El ensayo y la palabra como conocimiento enriquecido del mundo


El ensayo escrito lleva siendo durante siglos –aún ahora, desde sus manifestaciones más inocentes hasta sus variantes más transgénero- la herramienta para transmitir la información de la mayoría de las sociedades letradas. Pero, ¿es el género más adecuado para ello? ¿Es la palabra, su unidad fundamental, aquello que puede cargar con más significado? ¿Es, al fin y al cabo, el modo más apto de transferir el conocimiento según el signo de los tiempos?

En “La escuela de Atenas”, Rafael Sanzio (1483-1520) encontró la fórmula más efectiva de colocarnos frente al mayor dilema epistemológico: Platón o Aristóteles, arriba o abajo, lo divino o lo humano. Según Foucault, muchos de los que han tenido algo que decir en la historia de la filosofía se han inclinado por el segundo. Y no es de extrañar: el ser humano siente el poder generador, la capacidad de originar sentido a través de las relaciones de unos signos que poseen entidad y significado. Cristóbal Colón descubrió América, Thomas Alva Edison inventó la electricidad.

Mason y Dixon (1997)

En un pasaje de Mason y Dixon, de cuyo lugar no puedo acordarme, Thomas Pynchon escribió algo como lo que sigue: el sol luce en lo alto, sus rayos —las acciones, relaciones o significados— son potencialmente infinitos. Una lupa, oportunamente dispuesta por el narrador, recoge unos pocos de esos rayos y los condensa. Físicamente, ese punto de luz puede llegar a tener la envergadura de un fotón. Pynchon dice: eso es la acción, ese es el ámbito de lo humano, de la palabra.

¿Es la palabra y, por tanto, el ensayo, el método adecuado para comprender, para otorgar sentido y significado a las leyes naturales e incluso humanas? Es bien conocido el amor que tenía Platón por la palabra escrita. ¿Por qué? Supone la representación de un signo que sucede en un ámbito que es mucho menos completo que la Realidad.

En este aspecto, hay que reivindicar la figura de dos de las figuras más radicales de la civilización occidental: Copérnico y Galileo. Sus hipótesis acerca de la posición de nuestro planeta respecto al resto del universo comportaron un cambio en las estructuras tradicionales insólito. Rompen con la física aristotélica (que se remontaba a casi 2.000 años) y señalan: la tierra, el lugar en el que estamos y existimos, no es el centro del universo, ni siquiera del sistema solar. La sacudida para los presupuestos filosóficos y morales del ser humano es muy violenta: reconocemos que la realidad física (espacio y tiempo) es demasiado extensa para comprenderla con las herramientas tradicionales. Entre otras herramientas, la palabra.

N. Copérnico (1473-1543)

Es en ese momento cuando empieza el reinado –que dura hasta hoy– de la ciencia. El ser humano desarrolla un lenguaje menos adaptado a nuestras necesidades, pero más a las de lo desconocido, que nace de lo más físicamente demostrable (el concepto de unidad) y que aspira a desterrar cualquier otro código para una verdadera comprensión de la naturaleza.

Sin embargo, hoy en día, que aún tenemos más conciencia de cuál es nuestro lugar en el universo, la palabra y el ensayo siguen vivos como método de transmisión de información. ¿Por qué? Entre otras cosas, porque parece una cuestión de supervivencia no caer en la paranoia de la oscuridad y la ignorancia espacial. Por otro lado, seguimos siendo humanos y, como tales, necesitamos un código que haga referencia directa a nosotros: cómo pensamos, cómo nos relacionamos, cómo vivimos. El modo de transmisión de la información es metafórico, simbólico y ritual porque nosotros lo somos. Podemos reconocer lo masivo de la Naturaleza, pero podemos sentirnos el centro de ella.

Mal que le pese a Platón, Aristóteles nos tiene cogida la medida. Cuando apunta hacia abajo lo hace a sabiendas de que para conocer el sol entero hay que empezar por la medida del fotón. Y que con nuestro lenguaje, nuestro sistema de establecer relaciones entre signos (y, por lo tanto, su significado), exploramos la oscuridad. Porque si bien América preexiste a Colón de la misma manera que la electricidad a Edison, lo ignoraríamos (al menos aquí) si no pudiéramos nombrarlas. Porque la palabra nos remite a la existencia gozosa del signo que acarrea. Y por ella, nuestra comprensión del mundo y la naturaleza es mucho más rica.
 

Sobre el autor
(Barcelona, 1987), licenciado en Filología Hispánica y Máster en Edición. Lo que más le gusta de las palabras es cómo suenan. Actualmente lee y escribe por dinero y por placer. Ya no fuma.
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