En Ecuador el gobierno ha decretado el toque de queda para enfrentar la pandemia desde hace tres meses, especialmente entre las 14.00 y 05.00 horas de la madrugada. La prosa poética de Solange Rodríguez Pappe (Guayaquil, 1976) nos introduce en esta dura realidad a través de un recorrido por las calles de Guayaquil, una de las ciudades latinoamericanas más castigadas por el virus. Esta crónica forma parte de la serie Apuntes sobre la Coronacrisis.
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Tormenta camina en zapatillas, pero con mucha gracia. Va dos metros delante. Es delgadísimo, prieto y magro. Usa una bata naranja que guinda de su cuello y que recuerda esos pareos coquetos que se exhiben en la playa para ocultar la carne. Hace mucho que en Guayaquil hemos abandonado la esperanza de pisar la arena o de ver el mar y resultan absurdos tanto el personaje como el resto de las circunstancias. Son cerca de las dos de tarde de un domingo de mayo y se aproxima la hora establecida para empezar el toque de queda en nuestra provincia. Pasado ese tiempo, nadie podrá salir de casa hasta el día siguiente.
Tormenta –un travesti sin techo, llamado así por alguno que le encontró similitud con la célebre cantante de los años 70 debido a su esponjada cabellera de rizos como un nubarrón– se apresura para poder llegar al sector donde ha elegido residir en su vida de colorida ave de paso. El Barrio Orellana, uno de los pocos espacios de nuestra ciudad que no es un pozo caliente de cemento porque algunas de sus avenidas, como la calle Vernaza, han sido resembradas de acacias y guayacanes.
“Parece otra ciudad”, dice el que pasa, y con esa expresión se refiere a un sitio impreciso en el extranjero, uno menos hostil donde el sol no declarara tan abiertamente sus intenciones de verte muerto. Parece otro planeta, parece otro mundo. Y Tormenta, que no tiene casa, pero no por ello carece de buen gusto, va raudo en esa dirección. Pero es tarde y no llegará a tiempo. Entonces, más allá, atendiendo otros asuntos, la carreta de un reciclador de cartones, descansa. Tormenta se detiene y negocia con él. Es una charla larga. Lo rebasamos.
Minutos después retoma su camino, pero esta vez va sentado en la parte delantera de esa nave, con las piernas flacas por delante, como el mascarón de un barco. Como una reina el día de su desfile, pasa dejando viento y se despide bellamente: “Adiós, peatones, adiós”. A quienes no tenemos el encanto de Tormenta ni deseamos exponernos en el hacinamiento del transporte público, nos queda todavía una hora de caminata atravesando la calle 9 de octubre, rumbo al estero de la Ferroviara. Ni modo, continuamos.
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Debido a la pandemia, hace cerca de tres meses que empezó el toque de queda en Ecuador y, por decreto, debemos permanecer en casa de 14.00 a 05.00 horas. Elaborar un recuento de lo que ha ocurrido de marzo a mayo de este año es un tránsito por estampas cruentas: cuerpos, cajas, fosas, violencia hospitalaria, corrupción del sistema de salud pública y un gobierno indolente que no ha podido ocultar su ineptitud en medios internacionales.
Esta suma de desastres tiene a los guayaquileños particularmente sensibles y todavía vamos de la lágrima al asco. ¿Qué se hace con el trauma? ¿Se lo silencia por pudor? –Ya se ha hablado tanto de lo mismo–, ¿se discursa de él, cacofónica, neuróticamente, hasta digerirlo? Y mientras eso sucede, no hay opción más que avanzar y superar mientras se obra.
Algunas personas no han tenido otro remedio que salir de casa temblando, sea porque sus oficios jamás se detuvieron, sea porque tenían a alguien enfermo o a algún pariente abandonado y tuvieron que cruzar a pie parte de la ciudad o tomar Metrovía cruzando los dedos para no contagiarse. Ese ha sido mi caso. El trecho que he debido recorrer estos meses ha sido corto, apenas tres kilómetros y medio, un pedacito de urbe.
Los primeros domingos Guayaquil estaba solitaria, las calles permanecían de claro a oscuro vacías e inhóspitas. Los andantes iban temerosos del contacto, evitándose a metros de distancia. A veces, un saludo con la mano. Otras, una inclinación de cabeza equivalente a los buenos días, y en el cielo se alborotaban bandadas de pericos capucha azul, felices y bullangueros. Las iguanas de lomos minerales permanecían tomando el sol en el puentecillo del Malecón del Estero, indiferentes al paso de la gente y de los años. Nos veían ir y venir con ojitos apáticos de sueño.
Lo que sí, en la ciudad, nunca desaparecieron dos cosas. La mendicidad y la intromisión. Ocupantes eternos de las calles, como lo era Tormenta, permanecían el anciano con una bolsa vesical que pide siempre un dólar en la Avenida del Periodista. O el tipo que se venda el brazo derecho y la cabeza, al inicio de la 9 de octubre, y que finge una renguera muy verosímil, pero regresa a casa en bicicleta.
Menciono a tres pero hay cientos y todos conocemos el nombre de alguno, al menos el de nuestro sector. Para ellos, la ciudad desolada ha significado hambre y desconcierto. Además del peligro de la muerte violenta, a la que ya deben de estar bastante habituados, se suma esta amenaza microscópica que puede encontrarse en cualquier parte.
El anciano que carga con su funda de fluidos me enseña una mascarilla que usa a la altura de la garganta. “Esta me la encontré tirada, niña”, me dice. No puede creer su buena suerte.
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Retornaron también las bicicletas porque tienen más libertad de calle que los autos. Son vehículos que no deben limitarse a los números de placa que circulan solo una vez a la semana y deben retirase los domingos. Los ciclistas profesionales y los que tomaron los triciclos de sus hijos por necesidad los usan para cargar compras y para desperezarse del encierro. Les han colocado parrilla, motor, luces y han viajado en el tiempo con renovada nostalgia noventera. Con ellas también ha parecido otra forma de abordaje sexual: el beso tonto que escuchabas cuando un auto pasaba cerca, ahora sucede cuando las bicicletas se aproximan.
Las guayaquileñas vamos forradas como en una película distópica donde los protagonistas son expuestos a un gas letal. Como en un cuento de Margaret Atwood, de Octavia Butler o de Angélica Gorodischer soportamos el batatazo del sol en la cabeza usando una visera, pañuelo, guantes y un buzo opaco dos tallas más grande. Los ropones neutros son nuestra forma de pasar desapercibidas, bultos que ocultan un cuerpo sudoroso. Pero, en todo caso, ahí abajo vamos las mujeres y los galanteadores lo saben y nos dicen alguna cosa al vuelo y nosotras, en traje de bioseguridad, tras la chompa de cuerina, embaladas en plástico, hacemos una mueca de disgusto.
Aun en peligro de muerte, nada ha cambiado. Los actores siguen representando el mismo rol de la presa en desbandada y del cazador. La verdad, enfurece bastante porque pareciera que es un ritual para no perder la costumbre. Cruzo una cuadra y del tercer piso de un edificio de departamentos suena un silbido, una, dos, tres veces. Alzo la cabeza para dar pelea pero se trata de una lora gigante en una jaula de acero. Imito su silbido y se lo devuelvo, así nos entretenemos un rato.
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Vengo y voy por Guayaquil también ciertos días de semana donde pueden circular algunos autos con restricciones, poniendo abarrotes en una mochila que antes era usada en viajes que emprendía con más esperanza; cargando fundas de lona y arrastrando una carreta de compras que ha empezado a ceder en las costuras.
En el transcurso de las primeras semanas de mayo, la ciudad afantasmada ha ido cobrando la vitalidad que recordábamos como característica de nuestro puerto, promocionado por Daniel Santos como el último del Caribe.
A la conclusión de esta nota, mis trayectos han cambiado de rumbo y no incluyen el Norte solamente, sino también buena parte del Centro. Siempre evitando las aglomeraciones, aunque eso ya no parece posible. Allí sí es otro cantar. Jovencísimas prostitutas enmascaradas esperan a sus clientes enfundadas en un respetuoso traje negro. Se sientan en las bancas de la 9 de octubre y aguardan tostándose bajo el sol con actitud coqueta. Informalmente se venden guantes y mascarillas, agua de coco, manzanas, empanadas.
Somos una ciudad muy comelona, muy sensual. De la muerte se ha hablado mucho en los últimos meses, pero parecería que Guayaquil no ha aprendido nada. Por hambre o por hartura, los autos han vuelto a las avenidas y los habitantes, traficantes y piratas, hemos vuelto a hacer lo que mejor sabemos vendernos cosas gritando los unos a los otros.
En mi traje de viajera del espacio pero en tierra, camino por calles anchas hasta que me saturo de gente. “Ya somos inmunes”, dice alguien, y yo no sé si se trata de una afirmación o de una pregunta. Lo que entiendo es que en Guayaquil, la actitud que se tiene, es la de derrotar a la muerte ignorándola. “Lleve, lleve”, grita uno, y yo no llevo y me marcho.
Ahí queda la Perla con sus baratijas abrazadas por el sol, fenicia entre los muertos, porque le han repetido insistentemente que debe elegir entre la bolsa o la vida. Y ya eligió.
cortesanazo
15/09/2024
interesante