Esta es la segunda y última entrega de la reseña, escrita por nuestro colaborador Bernat Castany Prado, del ensayo Música raza e identidad. La cuestión afrocubana en los libretos de Alejo Carpentier (Editum, 2023), de Bernat Garí Barceló.En esta oportunidad, los focos se centran en la reflexión acerca de los límites de la representación; el debate teórico sobre “música”, “ruido” y “silencio”; la transculturación (hispana, africana y francesa); el mito; y la musicología como componentes clave de la narrativa continental, promovida por Carpentier (1904-1980), una de las figuras fundamentales de la renovación literaria de América Latina.
El libro de Bernat Garí se centra, para empezar, en las colaboraciones de Carpentier con el músico cubano Amadeo Roldán, como son La rebambaramba (1927) y El milagro de Anaquillué (1927). Lo cierto es que, a pesar de sus limitaciones, ambas composiciones tienen la virtud, primero, de cuestionar la misma capacidad de representar los grupos afroamericanos, cosa que expresan mediante bisbiseos, elementos no figurativos o ritmos extraños. Lo cual le permitirá ir más allá, o quedar más acá, del maniqueísmo esencialista de sus ensayos musicológicos posteriores, o de Concierto barroco (1974).
En El milagro de Anaquillué, por ejemplo, un empresario estadounidense graba el ritual abakuá de una tribu ñáñiga, en Cuba, lo cual le valdrá ser atacado por los jimaguas, o gemelos protectores de la tribu. La historia no es muy diferente a la del mito clásico de Penteo, el rey de Tebas, que, tras haber espiado los misterios dionisíacos, fue condenado a morir, por sparagmós, a manos de las bacantes.
Lo interesante, quizás, es que, a diferencia de La rebambaramba, donde las relaciones dicotómicas entre el mundo blanco y el africano eran simplemente invertidas, sin llegar a ser trascendidas, en El milagro de Anaquillué, ambos mundos son representados con la misma estética esperpéntica, que implica un cierto escepticismo acerca de la imposibilidad de representar.
Según Garí, la naturaleza apofática o negativa de El milagro de Anaquillué bebería de una obra como Parade (1919), de Jean Cocteau, que Apollinaire llegó a describir como “una suerte de surrealismo”, y en la que, a partir de la historia de un público que decide no asistir al teatro, se reflexiona acerca de los límites de la representación. Resulta difícil no sorprenderse de que, con unos inicios tan interesantes, Carpentier acabase retrocediendo a una concepción referencialista del lenguaje y esencialista de la identidad.
Porque, en El milagro de Anaquillué, Carpentier se resistirá a traducir al afrocubano mediante un gesto apropiacionista, que acabaría introduciéndolo, manufacturado en estereotipo o tópico, “en el mercado simbólico con el objetivo de hacerlo legible para la élite cultural, consumible para el público, a través de una estrategia biopolítica de domesticación de ese otro racial e inaprensible”. Carpentier parece tener en cuenta, como sugiere Bernat Garí, que “no podemos empezar a hablar de la veracidad de una representación mientras las condiciones de posibilidad de la representación no se hayan formulado como problema”.
Según el autor, el origen del confusionismo identitario que se halla en el centro de la obra de Carpentier se debe al hecho de que “no logra reconocer la diferencia entre una construcción performativa de la identidad desde instancias culturales y una concepción esencialista del sujeto”. Dicha tensión no es resuelta, o sintetizada, sino simplemente ocultada mediante toda una serie de clichés, que afirman de una forma más bien retórica la necesidad de realizar una síntesis entre lo local y lo universal, y un estilo barroquizante, que parece más una capa de barniz, que un crisol.
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A continuación, el autor se centra en las colaboraciones de Carpentier con Marius-François Gaillard. Comenta, primero, el libreto Yamba-Ó, del que surgirá la novela ¡Ecue-Yamba-ó!, que escribiría de una sentada ese mismo año. Si bien Carpentier no llegará a publicarla –tras múltiples reescrituras– hasta 1933, sentando con ella las bases de la narrativa negrista, que hasta ese momento se había expresado fundamentalmente en forma poética, musical y pictórica. Sea como sea, en dicho libreto Carpentier recoge el mito de Sicanecua, que constituye, en sus diversas formulaciones, una de las historias fundacionales de la cultura ñáñiga.
Acto seguido, Garí comenta los poemas incluidos en Poèmes des Antilles (1929), con texto de Carpentier y música de Gaillard. En ellos se busca una estética posminorista, que prescinda de los tipismos localistas, y que acusa, según Garí, la influencia del imperativo unamuniano de “cifrar lo universal en lo local, lo efímero en lo perpetuo, una búsqueda que solo se produce tras un desasimiento de la contingencia localista para ir a un ‘verdadero’ adentro”. Ahí es nada.
Algunos de los poemas incluidos en Poèmes des Antilles son “Ekoriofo”, donde se evoca el ritual de iniciación yoruba, consistente en sacrificar un gallo; “Village”, cuyo lenguaje “no construye una imagen del afroamericano, o solo lo hace al precio de fragmentar la posibilidad gnoseológica de su testimonio”; “Les merveilles de la science” y “Fête”, donde se evoca “la posibilidad de otra episteme, de otra ciencia que impregna la vida cotidiana de los habitantes de las Antillas” (“Il y a une corne de bouc sur le toit de ma case / Il y a un os de mort derrière de ma porte / Mascience te parle”); o “United Press, Octubre”, donde un ciclón es presentado como una fuerza al mismo tiempo destructora y purificadora, ya que su destrucción omnívora liberaría al pueblo sometido del poder colonial.
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Después, el autor se ocupa de las colaboraciones de Carpentier con Alejandro García Caturla. En “Liturgia”, poema escrito en 1928 (si bien no se estrenará, en La Habana, hasta 1931), Carpentier volverá a recrear un ritual abakuá, que debía ser interpretado por un coro masculino. Y en Manita en el suelo, que Caturla también musicalizará, se recoge la historia de Manuel Cañamazo, líder de una comunidad ñáñiga, a mediados del siglo XIX, que debía su mote a las manos y brazos enormes, que parecía que arrastraba al caminar, y que habría liderado, en 1871, un asalto la cárcel de La Habana.
El último capítulo, por su parte, se centra en las colaboraciones entre Carpentier y Edgar Varèse. Se describe la música de Varèse como “una semiótica del desvío, menos centrada en lo que resuena que en lo que orbita fuera del pentagrama”, que se resiste a oponer la música “como un modo de asentar un orden” frente al ruido, que representaría el “caos del mundo”.
Según Bernat Garí, para entender la oposición “música” / “ruido”, debemos comprender, antes, que, para Varèse, la música no es lo contrario del silencio, por la sencilla razón de que el silencio es la condición de posibilidad de la música, ya que el silencio y la música son como la inspiración y la expiración, como la visión y el parpadeo, que “se alternan sin darse nunca de manera simultánea”. De ahí que John Cage dijese –según Garí– que: “No hay sonido que tema al silencio que lo extingue”.
Lo contrario de la música no es, pues, el silencio, sino el ruido. Y ése es el límite que a Varèse le interesa problematizar, “desde sus convergencias y sus puntos de intersección”, en consonancia (nunca peor dicho) con el ruidismo de principios del siglo XX. Si bien, para el autor, Varèse no será un ruidista stricto sensu, ya que su problematización del binomio ruido/sonido no le lleva a caer del lado del ruido, como el futurismo, o de la disonancia matemáticamente diseñada, como el dodecafonismo.
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Finalmente, el libro de Garí se centra en el último de los libretos que Carpentier escribió. Se trata deThe one all alone, que el autor cubano empezó a escribir en colaboración con Robert Desnos y Ribemont-Dessaignes. Si bien fue continuado por Jean Giono, al que sucedió, a su vez, Antonin Artaud. La historia narra el montaje, por parte de un circo, al estilo del Barnum & Bailey, de un espectáculo en un único acto, grandioso, misterioso, y quizás mistérico, intitulado The one all alone.
Garí estudia las sucesivas reescrituras del proyecto, y destaca cómo, frente al apocalipticismo de Artaud, la versión de Carpentier, Desnos y Ribemont-Dessaignes propone, al estilo del Gelassenheit o Serenidad (1955) de Heidegger, que se propone decir sí y no al mundo de la técnica: “la necesidad de inventar nuevas estrategias para aprender a sobrellevar el ruido moderno para cercar y dominar la experiencia de la barbarie sonora desde una reapropiación de los medios técnicos que la modernización nos impone”.
Nuevamente, esta actitud más matizada y compleja, y por lo tanto más interesante, será abandonada cuando Carpentier proponga, en una obra como Los pasos perdidos (1953), el regreso nostálgico a un período premoderno, y afirme, en un ensayo como Tristán e Isolda en Tierra Firme, que el deber del escritor latinoamericano es ser “un cronista del Nuevo Mundo”, cuya palabra le “dé ser”: “Como hiciera el Adán de William Blake, comencemos por nombrar nuestras cosas, para que nuestras cosas sean”.
Es cierto que el esencialismo latinoamericanista de Carpentier se vio enriquecido por los escritos del segundo Fernando Ortiz, quien propuso, en su conferencia “Los factores humanos de la cubanidad”, del 28 de noviembre de 1934, y en su libro Contrapunteo cubano del tabaco y del azúcar, de 1940, toda una teoría de la transculturación, simbolizada por el ajiaco, un plato cubano formado por numerosos ingredientes de diversas procedencias.
Ya, en La música en Cuba, de 1946, Carpentier criticará: “los excesos nacionalistas y ‘folklorizantes’ del Grupo Minorista, la novela de la tierra, en favor de otro discurso que pusiese en su centro la transculturación, el dialogismo, la diferencia entendida desde el mestizaje”.
Según nos recuerda el autor, Fernando Ortiz pretendía impugnar las connotaciones negativas de términos como “aculturación”, “deculturación” o “neoculturación”, habituales en el discurso antropológico y etnológico del momento. Para lo cual propondrá una política de la transculturación, que piense “las fricciones interculturales no como conflicto, sino como un intercambio enriquecedor y como forma de suturar y suavizar las diferencias etno-culturales”, erigiendo, como un lugar cognoscitivo, ontológico y político privilegiado, el “entre”.
Gracias a ello, concluye Bernat Garí, Cuba podrá “dejar de ser leída en términos agonísticos, para ser vista como una estructura de relaciones donde las alianzas se imponen sobre las discordancias”.
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Para acabar, es cierto que, dejando a un lado el relato “Viaje a la semilla”, de 1944, Carpentier apenas publicó nada entre 1933 y 1948, mientras que, a partir de la publicación de El reino de este mundo, en 1949, este mantuvo un ritmo de producción muy elevado.
Bernat Garí se pregunta qué pasó realmente en esos diez años. ¿Fue un compás de espera (nunca mejor dicho)? Realmente Carpentier se pasó todos esos años, como él mismo asegura, dedicado a leer de forma intensiva textos que tratasen sobre América, desde las cartas de Cristóbal Colón, hasta el Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar de Fernando Ortiz, pasando por los Comentarios reales del Inca Garcilaso.
No, no es cierto, pues, tal y como prueba Bernat Garí, durante esos años, Carpentier firmó muchas obras como libretista, como cronista, como crítico y como ensayista, dando lugar a un corpus de textos que, si bien es cierto que se ocupan fundamentalmente de lo musical, sin dejar, por eso, de trascenderlo. Como si Carpentier estuviese haciendo el duelo de su vocación musical.
Son textos, en fin, que, a partir de la reflexión musicológica, desarrollan un componente fundamental de su futura obra narrativa: su noción de la identidad cubana.
Véase, por ejemplo, “Panorámica de la música cubana” (1944), donde dice que: “La lira era la ópera, la canción, el italianismo, la languidez. El bongó era, para nosotros, símbolo de lo rítmico, lo percusivo, lo neto, lo nervioso. Claro está –y puedo confesarlo ahora– que no nos ilusionábamos demasiado acerca de las posibilidades de lo afrocubano”.
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Sin duda, Música, raza e identidad. La cuestión afrocubana en los libretos de Alejo Carpentier, de Bernat Garí Barceló, no es solo un ensayo ejemplar sobre una etapa creativa poco conocida de un escritor cubano, como fue Alejo Carpentier, sino que es también –para mí, sobre todo– un conjunto de reflexiones claras, profundas y perfectamente extrapolables a muchos otros contextos.
Exquisitamente escrito, profusamente documentado y electrizado constantemente por reflexiones filosóficas de primer orden, Bernat Garí Barceló se ha emplazado a sí mismo a convertirse en una voz importante en el ámbito del ensayo filosófico y literario.
Felpe Isaza
31/03/2024
Gracias por compartir este buen blog con los amantes a la literatura y a la música afrocubana.
Julio Hardisson Guimerà
01/04/2024
Gracias a ustedes por leernos!