Nuestro colaborador Pablo Gonz entrevista de manera lúdica y distendida al escritor y realizador audiovisual Raúl Jiménez (1979) a propósito de su nueva novela Un hombre con agallas y la nariz más larga del mundo (Ed. Sloper, 2022): un cóctel donde convergen lo pulp, el terror y lo gore, planteado como una reflexión sobre la memoria y el conflicto permanente entre evasión, el delirio y lucidez, en medio de gasolineras, polígonos y estaciones de autobuses de la costa mediterránea. Jiménez es autor de la novela El peor ciego (Sloper, 2019) y los libros de relatos Raros, torpes y hermosos (Sala Veintiocho, 2018) y Sin Manos y otras proezas de la infancia (Bang Ediciones, 2015).
Empecemos por el final… Tienes que elegir obligatoriamente uno de estos tres epitafios: “Picapedrero de la literatura”, “Diletante buen rollo” y “Letraherido que desayunaba whisky”. Razona tu respuesta.
Me quedaría, desde luego, con la segunda opción. Me siento terriblemente identificado con ella. Cambiaría, eso sí, tres palabritas: la primera, la segunda y la última. Todo lo demás, insisto, me parece perfecto. Una descripción de lo más certera. De hecho, sé que no te lo vas a creer, la tengo tatuada en la nalga izquierda. En chino, sí. Justo debajo del tribal.
Sé entender una indirecta, no te creas. Reformularé mi pregunta. ¿Podrías definirte como escritor en unas cuatro palabras? Pueden ser tres o cinco.
Naturalmente. Con mucho gusto, además. Soy, o al menos eso me han comentado siempre, un escritor moteado de hocico largo, grupa alta y pelo crespo. Demasiado crespo, me temo. Y con eso, supongo, está todo dicho. A buen entendedor…
Acabo de hablar con mi psicóloga y me dice que es muy importante que yo saque adelante esta entrevista. Raúl, ¿hay algo de lo que quieras hablarnos?
La verdad es que sí. Quisiera aprovechar la ocasión para abordar un asunto interesantísimo sobre el que no se está hablando nada en los medios. Bueno, ni en los medios ni en los bares ni en las casas. Es como si nadie se atreviera a sacar el tema, no sé por qué oscuras razones. Me refiero al lanzamiento de mi nuevo libro, titulado Un hombre con agallas y la nariz más larga del mundo. Mi editor asegura que pertenece al género bizarro, pues el apelativo tontipop solo se aplica a la música. A mí, la verdad, me gusta pensar en él como en un número especial de la revista Jara y Sedal dirigido por Tiny Tim.
¡Vaya, es justo el libro que estoy leyendo! Y veo que comparte con tu anterior trabajo, El peor ciego, un interesante ambiente de gasolineras, polígonos, estaciones de autobuses… ¿Dónde mamaste todo eso?
Me encantaría saberlo. Cómo puede ser, me pregunto, habiéndome criado en Marbella, en una casa con salida directa al mar y un campo de golf a cada lado, dentro, además, de una urbanización patrullada por guardias de seguridad, que me haya dado por elegir estos enclaves. Supongo que, a pesar de mi cuna privilegiada, me ha parecido siempre que los suburbios tienen su encanto.
Los suburbios, esos territorios a medio camino entre la ciudad y el campo, repletos por lo general de escombros, desguaces, naves llenas de trasteros, silos de chapa galvanizada y solitarias estaciones de servicio, constituyen un espacio mestizo muy interesante y particular, ideal para ubicar historias fronterizas. Las mías, creo, lo son, o eso me gusta pensar, pues caminan, inestables, por esa línea delgadísima que separa la cordura del delirio, la vigilia del sueño y la verdad de la mentira.
No en vano, me llaman el funambulista. Bueno, vale, no me mires así. Ni me he criado en Marbella ni me ha dicho nunca nadie funambulista. Era solo por hacerlo más interesante.
Lo segundo que me ha llamado mucho la atención de tus libros es la naturalidad estilística (no confundir con coloquialidad). Tus textos tienen mucho swing. ¿Podría decirse que son «jazz escrito»?
Es muy posible. Eso explicaría las ventas. A mí, si te soy sincero, lo que me gustaría es lograr una escritura más próxima al reggaetón, que luce, dentro del párrafo, mucho menos sexi que el fraseo cool del jazz, pero perrea mejor con las cifras.
¡No, es coña! Solo bromeaba… Me encanta eso que dices. Me siento muy halagado. Lo que persigo siempre en mis libros es que resulten imprevisibles y espontáneos. Me gustaría que el lector sintiera, al leerlos, que cualquier cosa puede pasar en la siguiente página, que no está asistiendo otra vez, una más, a la misma historia, tal y como ocurre, por desgracia, con muchas pelis y libros.
¿Y esa espontaneidad está diseñada de antemano o va surgiendo conforme escribes?
Cuando me siento a escribir, siempre en bata, con un tintero de bronce y una pluma espléndida de grulla, no tengo previsto nunca de antemano lo que va a suceder, y a menudo ocurre lo más inesperado. Que toca el timbre, por ejemplo, un acreedor, suena la radio de un vecino o me llama mi madre al móvil. Todo eso se cuela, de algún modo, en la escritura. Es inevitable, pues voy descubriendo lo que quiero decir, y cómo quiero decirlo, al mismo tiempo que lo digo.
Si tuviera toda la historia en la cabeza antes de ponerme a escribirla, probablemente no la escribiría. Lo cual no habla demasiado bien de mi resistencia al aburrimiento y a la pereza.
Por otro lado, admito que leo, releo y reescribo lo hecho varias veces. Unas mil quinientas, más o menos.
Si no entiendo mal, escribes para divertirte. ¿Es la diversión también lo principal que ofreces a tus lectores? ¿Buscas en ellos cómplices de un rito lúdico? Joder, la preguntita.
Sí, sí, sí. La diversión es, en mi caso, fundamental. Yo no escribo para sufrir. Además, tengo la sensación de que, si yo logro pasarlo bien, algo de ese disfrute alcanzará también al lector.
Aunque esto se me ocurre ahora. Tampoco es una opinión muy meditada. Lo cierto es que no acostumbro a reflexionar demasiado sobre los mecanismos, las motivaciones, los anhelos y las consecuencias que entran en juego.
Temo, de un modo supersticioso, que, si llego algún día a entender del todo el proceso, perderé el interés en la escritura. Como si ser demasiado consciente pudiera llegar a paralizarme o volver la práctica insufrible, por aburrida. Volverla demasiado metódica y racional. Es decir, casi prefiero que siga conservando cierto halo de misterio. No controlar del todo el proceso ni saber bien lo que estoy haciendo. Sé que esto que digo puede sonar bastante ridículo, pero es la respuesta más honesta que puedo darte.
Necesito que haya cierto descontrol. Necesito dejar abierta la puerta a lo imprevisible. Incluso al disparate. Imagino que eso me garantiza batacazos tremendos, pero confío en que me procure también algún acierto inesperado o alguna peculiaridad.
Al fin y al cabo, a mí lo que me pone, literariamente hablando, es lo insólito, lo desviado, lo raro, todo aquello que se sale de la norma. Debe de ser por contraste, pues soy un tipo de lo más normal. Un señor tirando a soso. Muy elegante, eso sí.
Sí, la teorización es mejor dejársela a los teóricos. Ahora, cambiando de tercio totalmente: en tus novelas se aprecia claramente la influencia del cine. ¿Qué relación te une con el cine?
He visto muchas películas. No todas buenas. Y sé que se me nota. Pero tampoco quiero disimularlo. A fin de cuentas, se supone que soy realizador audiovisual. He pasado un montón de años trabajando con imágenes en movimiento. Imagino que eso me ha forzado a pensar de una determinada manera.
En las novelas, por ejemplo, tengo siempre presente, mientras escribo, algún género cinematográfico. Al menos como punto de partida. En mi anterior libro, fue el western. En este último, lo pulp, el terror y lo gore. De hecho, el resultado ha sido mucho más escatológico y salvaje.
Si me pidieras, por un casual, que describiera mi libro empleando solo referentes fílmicos, te diría que nació con la ambición de ser una peli de Robert Rodríguez con el descaro de John Waters, las marionetas de Jim Henson, la música y efectos especiales de Carpenter, el gusto por la víscera de Cronenberg, el afán alegórico del maestro Romero y el friquerío castizo de Álex de la Iglesia.
Pero como no me lo pides, no te hablaré de ello. Eso sí, de lo que no me resisto a hablarte, me preguntes o no, es de la memoria, esa chistera llena de conejos. Mi libro, como todos los libros del mundo, aborda el asunto de la memoria. Resulta inevitable, supongo. Es un tema tan rico. ¿No te parece un tema interesante?
Claro que sí. No creo que haya escritor a quien no le fascine la memoria. La pregunta sería: ¿en qué medida somos fieles a ella y en qué medida estamos obligados a modificarla?
Sí, coincido en que esa es la pregunta. O, al menos, una de las preguntas. Por desgracia, como tantas otras veces, ignoro la respuesta. Cuento con muy poquitas certezas en relación a la memoria, y es tal vez por ello por lo que estoy tan intrigado y le doy tantísimas vueltas al asunto.
¿Podemos realmente fiarnos de la memoria? ¿Cuánto de lo que recordamos sucedió tal y como lo recordamos? ¿Qué porcentaje de lo que vivimos permanece intacto en nuestra cabeza y qué porcentaje ha sido reescrito centenares, miles de veces? ¿Cuánto de lo que creemos nuestro pasado lo hemos inventado nosotros? ¿Hasta qué punto somos fruto de nuestra imaginación, de cómo nos hemos contado las cosas a nosotros mismos?
Son muchas las preguntas, y la verdad es que no soy capaz de aventurar ninguna respuesta cabal. Solo estoy, si me apuras, seguro de una cosa: una vida sin recuerdos es tan terrible que solo puede compararse, sospecho, a una vida sin olvido. Una vida en que retuviéramos absolutamente todo, incapaces de desechar ningún instante, incapaces de olvidar ninguna cosa.
¿Sabes? Iba a añadir algo más, algo muy importante, pero lo he olvidado de repente. Pasa siempre al hablar de la memoria. Es, supongo, su modo de defenderse. ¡Espera! Acaba de venirme. Ya sé lo que iba a decirte. Me pregunto, Pablo, si estamos de verdad dispuestos a aceptar el funcionamiento de la memoria, si somos capaces de admitir que, probablemente, nada de lo que recordamos es real, y que, por tanto, no somos quienes creemos ser, ya que no fuimos nunca, ni por un instante, quienes creemos que fuimos.
No se me ocurre mejor manera de acabar en alto. Por tanto, voy a echarlo a perder. Mi última pregunta es insoslayable. Danos tres nombres esenciales en: 1) literatura, 2) música y 3) cine.
De acuerdo. Ahí van los tres elegidos: Ursula K. Le Guin (no hay momento malo para volver a leer el relato Los que abandonan Omelas), Los Punsetes (“Opinión de mierda”, sigue pareciéndome una tonada maravillosa) y Lars Von Trier (no me gustan todas sus pelis, pero las que me gustan, me gustan una barbaridad. De hecho, algunas me gustan tanto que no me he atrevido a volver a verlas).