Charlamos con Bernat Castany Prado (Barcelona, 1977) –escritor, ensayista y docente de la Universitat de Barcelona– acerca de Una filosofía del miedo, libro finalista del Premio Anagrama de Ensayo 2022, que nos muestra cómo el miedo nos lleva a exagerar las amenazas, minusvalorar nuestras resistencias y confundir nuestra razón, apartándonos del mundo y multiplicando las pasiones tristes, como la ira, la vergüenza o la desesperanza. En esta primera parte de la entrevista, Castany nos habla de los trasvases humanísticos, de sus investigaciones sobre el postnacionalismo, de su apelación a la empatía y los lazos interpersonales, de la crítica al neoliberalismo y del papel de la filosofía en nuestros días.
[Leer fragmento de Una filosofía del miedo]
Pese a que el libro lleva por título Una filosofía del miedo, el lector no solo encontrará en sus páginas filosofía, sino también mucha literatura. No en vano, eres profesor de literatura latinoamericana en la UB. ¿Cómo abordas los trasvases entre ambas disciplinas y su relación con las humanidades en general?
Las relaciones entre la filosofía y la literatura es uno de los temas que más me interesan. Suelo tratarlo mucho en mis clases, que es el lugar en el que se me ocurren más ideas. Normalmente, las relaciones entre la filosofía y la literatura han sido estudiadas desde una perspectiva comparatista y epistemológica. Una perspectiva que se limita a comparar, sin tratar de articularlos, sus respectivos modos de conocimiento. Se dice, por ejemplo, que la filosofía piensa de forma racional y la literatura de forma poética. Lo cual a la vez es una imprecisión y una tautología.
En todo caso, este tipo de enfoque, que puede resultar muy interesante, tiene un recorrido limitado. Porque no podemos reducirlo todo a una cuestión de conocimiento; porque desde este enfoque resulta difícil extraer consecuencias prácticas; y porque no nos permite articular de forma orgánica las relaciones entre ambas actividades.
Leyendo a autores como Pierre Hadot, Marcel Conche, Martha Nussbaum, Michel Onfray o el último Foucault empecé a interesarme por la tradición de los ejercicios espirituales, o mejor dicho filosóficos, en el mundo antiguo. El papel que tenía la literatura en este tipo de ejercitaciones filosóficas me llamó en seguida la atención.
En el mundo antiguo, la filosofía no era teórica, sino práctica. El «discurso filosófico”, con el que hoy se confunde “la filosofía”, era solo una parte auxiliar de la filosofía, que se centraba sobre todo en la “práctica filosófica”, que era lo que se entendía cuando se decía “filosofía”. Las ideas debían ser encarnadas en una serie de hábitos que habían de conformar un carácter del que debía surgir una existencia. Para memorizar, automatizar, desarrollar, meditar e incorporar las ideas o dogmata fundamentales de la escuela filosófica escogida, se utilizaban poemas, narraciones, descripciones, monólogos, meditaciones, diálogos, comentarios, etc.
Así que la literatura funcionaba como una especie de enzima que se ocupaba de catalizar las ideas para producir efectos de existencia: acciones, hábitos, carácter y existencia. Esa relación, más orgánica, más práctica y más global, de articular la filosofía y la literatura es la que más me interesa, y es la que quiero explorar y practicar.
Hallamos este tipo de articulación en las Meditaciones de Marco Aurelio, las Moralia de Plutarco, los Ensayos de Montaigne, los Cuadernos de Paul Valéry o el Quadern gris de Josep Pla. Pero también en Emerson, Whitman o Nietzsche, entre tantos otros. También me fascinan los “Ejercicios para el endurecimiento del espíritu” que aparecen en Claus y Lucas, de Agota Kristoff.
Otra de tus líneas de investigación es el postnacionalismo. En el libro hablas precisamente del nacionalismo como una suerte de nueva religión que con sus dogmas limita las posibilidades de expansión vital del individuo y favorece el miedo ambiente. ¿Podrías darnos tu opinión sobre esta cuestión y también definirnos qué entiendes por posnacionalismo actualmente?
Empecé a estudiar el posnacionalismo en el año 2001. Me habían concedido una beca para realizar una tesis doctoral sobre este tema en la universidad de Georgetown, en Washington D.C. Lo cierto es que, a pesar de la contracumbre de Seattle de 1999 y de los atentados del 11 de septiembre de 2001, todavía era hegemónico el discurso del fin de la historia de Fukuyama, quien era por aquel entonces uno de los asesores de política exterior de Bill Clinton, que suponía que las ideologías y los nacionalismos serían subsumidos uno tras otro en la marea de la globalización liberal.
Aunque nunca me creí la historia del fin de las ideologías (que siempre me pareció la última de las ideologías), sí que me dispuse, de una forma un tanto ingenua, a escribir la elegía del nacionalismo. Pero una vez acabé de montar el circo de la multiculturalidad, me crecieron los enanos del identitarismo. Mis amigos aún se ríen. De eso he hablado en el artículo “El síndrome de Sarajevo”, que tuvisteis la amabilidad de publicar en estas páginas.
Debo decir en mi defensa que me ocupaba fundamentalmente de la literatura posnacional. Esto es, de aquellos autores que, aprovechando la libertad filosófica e imaginativa que ofrece la literatura, trataban de hallar modos más abiertos e inclusivos de pensar la identidad.
Creo que sigo pensando esencialmente lo mismo respecto al nacionalismo, respecto a todos los nacionalismos, con o sin estado, si bien concedo que estos son más el síntoma que la enfermedad, aunque eso no quita que, en tanto que síntoma, formen parte de la enfermedad.
Lo que tengo claro es que no basta con combatirlos en el ámbito del discurso, puesto que son el opiáceo de los desesperados. También hay que combatir la desesperación, reduciendo la injusticia, la desigualdad, en fin, el sufrimiento.
La fórmula de la vacuna sería más educación y menos sufrimiento. Mientras eso no cambie, los mercaderes de la identidad harán su agosto. Durante la Gran Guerra se decía que en las trincheras no hay nadie ateo. Podríamos añadir que en una sociedad culta y justa no habría nadie fanático.
El último capítulo viene encabezado por una cita de Max Aub donde se lee “Lo contrario del miedo no es el coraje sino la solidaridad”. Uno de los aspectos en que insistes en el libro es en la dimensión social, política y colectiva del miedo, no solo la individual y psicológica. ¿Por qué escogiste esta cita para cerrar el libro?
Descubrí esa cita maravillosa en la representación teatral que la directora y actriz Esther Lázaro realizó, en el 2017, de De algún tiempo a esta parte de Max Aub. Desde entonces me ha acompañado a todas partes, y siempre que he sentido algún tipo de miedo o ansiedad, he tratado de enfrentarme a él estableciendo lazos de reconocimiento, de confesión, de protección y a ser posible de amistad con aquellos que se hallaban en una situación semejante.
Uno de los grandes enemigos de la filosofía es la autoayuda, cuyo positivismo tóxico le hace el juego sucio al neoliberalismo, al privatizar el sufrimiento, invisibilizar las causas, despolitizar los problemas y culpabilizar a las víctimas. Han dicho muchas cosas interesantes al respecto autores como Zigmunt Bauman, Eva Illouz, Edgar Cabanas, Jenny Odell, Carlos Javier González Serrano o Eudald Espluga.
El “auto” de autoayuda es sospechoso. Sería mejor hablar de “interayuda”, pero para eso basta hablar de ayuda, de socorro, de solidaridad. El sufrimiento tiene una doble vertiente objetiva y subjetiva, y resulta necesario trabajar en ese doble frente sin darle la primacía a una u otra perspectiva. En todo caso, mi insistencia en politizar la lucha contra el miedo busca introducir una distancia respecto de la autoayuda y la psicología, y a la vez ampliar el campo de batalla.
Por otra parte, el libro se divide en cuatro grandes apartados, que recogen los cuatro grandes momentos en los que se estructuraba la filosofía en la época clásica: la “canónica” o teoría del conocimiento, la “física” u ontología, la “ética” y la “política”. Esos cuatro momentos formaban un todo orgánico.
Por ejemplo, la actitud democrática (política) implica un cierto escepticismo, sin el cual no estaríamos dispuestos a debatir y a votar (epistemología); así como un realismo, sin el cual estaríamos dispuestos a sacrificar la humanidad y la sociedad reales a nuestras fantasías religiosas o identitarias (ontología); y una justicia, que no puede reducirse a la mera isonomía, sino también al socorro mutuo, ya que la desesperación no busca el debate público razonado, sino la salvación o la venganza a toda costa (ética).
De modo que, aunque haya acabado con esa cita, que lo lleva todo hacia la política, que es necesaria, eso no excluye la importancia de los demás ámbitos, sino su articulación orgánica. Si es que lo queremos todo…
Afirmas que “el follaje de nuestro sistema nervioso está siendo corroído por la lluvia ácida de la ansiedad, la precariedad, la injusticia y la soledad”, poniendo la diana en el neoliberalismo y el capitalismo. ¿Cuáles son las estrategias que despliega el capitalismo para difundir el miedo, la resignación y el desánimo entre los individuos? ¿Crees que nos acercamos al colapso del capitalismo tal y como lo conocemos, que las fibras de la ciudadanía no dan más de sí?
No creo que el poder, en general, y el capitalismo, el comunismo, el nacionalismo, la monarquía o un jefe o pareja despóticos, en particular, tengan un modo específico de dominación, sino que echan mano de todo aquello que les llega a las manos. Para ello proceden tanto de forma empírica, por ensayo y error, como de forma vampírica, dándole la vuelta a todas aquellas estrategias que los dominados encuentran para resistírseles.
Como decían los operaístas italianos, se trata de una especie de fuga hacia adelante, en la que los dominados hallan estrategias de emancipación que los dominadores capturan inmediatamente.
De algún modo, la filosofía nietzscheana, reciclada en el pensamiento posmoderno, y recuperada como lógica cultural del capitalismo tardío, pasó de ser una provocación a ser una hegemonía. Puede que el proceso de détournement y recuperation se haya acelerado, y en apenas unos años las mismas ideas cambien de manos.
Así, la defensa de las pasiones alegres como resistencia frente a la tristeza del poder propia de Spinoza-Deleuze ha sido reconvertida en el positivismo tóxico del neoliberalismo, que a su vez ha dado a un proyecto de repolitización de las pasiones tristes, como la rabia, el odio o la indignación, que me imagino que el sistema ya está reciclando en una especie de mística de la desidia y la autodestrucción.
No podemos quedarnos parados en una sola respuesta. Debemos ir cambiando el peso de pierna, como hacen los boxeadores. A veces toca fintar hacia un lado, otras hacia el otro, sin olvidar nunca que nuestro enemigo, esto es, la incultura y la opresión, siempre está delante.
Dicho esto, algunas de las estrategias con las que el poder nos somete son lo que Sara Mesa llamó el laberinto burocrático, que tiene mucho de infierno religioso, con sus infiernos hechos de eternas postergaciones, sus confesiones o autoinformes, sus rituales de humillación y sus abandonos por desesperación. Y es algo que nos afecta a todos, tanto a los que piden ayudas como a los opositores, profesores universitarios, autónomos o a aquel que desea montar una organización cultural o política.
El mecanismo sirve para aumentar la desconfianza, al convertirnos a todos en sospechosos de estafa y de parasitismo, y desactivarnos, al instarnos al abandono antes de haber empezado a hacer algo. El resultado es la tristeza, que es la impotencia de la que se alimenta el poder.
Otros mecanismos son, como dije antes, la positividad tóxica (que privatiza el sufrimiento, culpabiliza a la víctima e invisibiliza el poder); la sobredosis crítica, que tan bien ha estudiado Marina Garcés en varias de sus obras; el humor triste, de corte fatalista, satírico y frío, que en lugar de liberarnos y unirnos, como hace el humor tierno de los humanistas, nos paraliza y debilita al llenarnos de temor al ridículo y llenarnos de indefensión aprendida; el monismo ontológico, esto es, la pretensión de que la realidad coincide exactamente con la posibilidad, que consiste en eliminar del imaginario cualquier tipo de alternativa, haciéndonos creer que no existe ninguna otra forma mejor o posible de concebir y organizar nuestras sociedades y nuestras vidas (es el fin de la historia de Fukuyama, la Revolutionary Road de las personas, el triunfo final del “esto es lo que hay”).
También está la patologización de todos nuestros malestares, que nos convierte en pacientes, robándonos el papel de sujetos, y nos avergüenza y nos aísla, impidiéndonos comprender la dimensión social y política de muchos de nuestros problemas. Esto no quiere decir, claro está, que debamos caer en el otro extremo. Hay patologías, y en muchas ocasiones necesitamos ayuda profesional, nadie lo niega.
Lo importante es que no permitamos que el hiperdiagnóstico y la hipermedicalización nos impidan enfrentar nuestros problemas de forma colectiva, racional, humana y generosa.
Como dicen los muros, que a veces aciertan, quizás no siempre necesitamos un psicólogo sino un libro, un amigo, un proyecto o un sindicato.
Eso no quita, claro está, que en otros contextos, la sobrepolitización pueda convertirse en un mecanismo de dominación, y que en tal caso tengamos que insistir más en la libertad individual. Debemos pensar y actuar, como decían los griegos, pros ton kairon, esto es, ‘según la ocasión’.
En lo que respecta al colapso del capitalismo, no lo sé. Es cierto que parece que al límite ecológico, económico, energético o demográfico, se le está añadiendo un límite psicológico. No obstante, yo creo, o creo que creo, o quiero creer que creo, en el principio humanista de que el ser humano es esencialmente el mismo en toda época y en todo lugar, de modo que lo más probable es que sigamos unos cuantos siglos, o milenios más, con altibajos. Con menos altos que bajos, y con bajos más bien profundos. No habrá utopía ni apocalipsis, aunque sí mucho sufrimiento, como siempre lo ha habido. Lo cual no quiere decir que debamos resignarnos a lo que hay.
Creo que no necesitamos de la cafeína de la utopía ni de la adrenalina del apocalipsis para actuar. Deberíamos estar dispuestos a hacerlo en cualquier contexto, tratando pasar entre la Escila de las utopías y el Caribdis del apocalipticismo. De este modo evitaremos, como dice Borges en “La biblioteca de Babel”, pasar de una esperanza desaforada a una depresión excesiva.
¿Cuál debería ser el papel de la filosofía en este contexto?
Concibo la filosofía, en la línea de Marcel Conche, Luc Ferry, Hannah Arendt, Martha Nussbaum o Marina Garcés, como una soteriología laica, esto es, como una vía de salvación en el reino de este mundo, sin la ayuda de los dioses, con el mero recurso de la razón, la ejercitación y la acción individual y colectiva.
Se trata, claro está, de una salvación terrenal, que se reduciría a que la suma de los placeres, materiales y espirituales, individuales y colectivos, sea mayor que la de los displaceres, sabiendo que nunca podremos librarnos del todo, ni mucho menos, de estos últimos.
Insisto, no se trata solo de luchar por el propio placer físico, como sugiere la caricatura del epicureísmo. ¿Acaso no es un placer sentirse libre? ¿Sentirse dueño de las propias palabras, pensamientos y acciones? ¿No es un placer ser capaz de leer un libro, de comprender un cuadro, de tener curiosidad por cómo funciona la naturaleza, de ser capaz de hablar en amistad acerca de la historia o la filosofía? ¿Y no es placer también saber que ayudamos a otra gente a sufrir menos, ya sea pagando nuestros impuestos, invirtiendo en educación o ayudando a los que nos rodean?
La tarea principal de la filosofía sería hacernos comprender que esto es todo a lo que podemos aspirar: protegernos de las tentaciones que nos animan a traicionar este proyecto en aras de fantasías teológicas o teológico-políticas, y ayudarnos a establecer los mejores modos de cumplir dicho proyecto. ¿Qué modos de conocimiento, qué formas de vida, qué ideas, actitudes, acciones, relaciones o asociaciones son las más adecuadas para ello?
Todo lo cual pone en juego cuestiones epistemológicas, ontológicas, éticas y políticas. Pero no desde una actitud exclusivamente teórica (para empezar, porque la misma teoría, en tanto que contemplación, es una acción, una acción que consiste en resistir a todas las interrupciones y amenazas del pensamiento utilitario), sino fundamentalmente práctica, pues de lo que se trata es de mejorar la vida, a nivel individual y colectivo.
Leer la segunda parte de la entrevista