Entrevistamos al escritor, filólogo y bloguero hispano-argentino, Andrés Neuman (Buenos Aires, 1977). Nos habla de la diversificación de géneros literarios, la escritura en formatos digitales, su experiencia migratoria, los viajes, la voz literaria y de las variedades de castellano como construcción identitaria. Neuman es autor de Barbarismos (2014), Hablar solos (2012), El viajero del siglo (2009), Cómo viajar sin ver (Latinoamérica en tránsito) (2010), Una vez Argentina (2003-2015), La vida en las ventanas (2002) y Bariloche (1999). Ha sido galardonado con el Premio Alfaguara de Novela 2009 y ha sido finalista de los Premios Herralde 1999 y 2003.
Te has dedicado a la poesía, a la narración, al ensayo y a la traducción, ¿cómo te enfrentas a cada una de estas facetas?
Tengo la impresión de sentir mucha curiosidad por los límites formales de cada uno de esos compartimientos. Siento que, de algún modo, trabajo en todos a la vez. Cuando escribo poesía, trato de no perder de vista cierta intención narrativa o la construcción de un personaje. En la narrativa, me atrae el concepto rítmico de la prosa y la construcción de imágenes, la metáfora que resume una historia. Además, me gusta pensar en la legibilidad del ensayo como un texto siempre literario. Todo esto quizá tenga que ver con la traducción misma: un ejercicio de lenguaje que convierte una forma en otra.
Solo te falta el teatro…
Es cierto. Tengo amigos (actores y dramaturgos) que me han dicho que hay ciertas propiedades escénicas o teatrales en algunos de mis cuentos. Quizá tenga que ver con lo que más me emociona de la escritura, el concepto de la voz, la capacidad emotiva del monólogo o la agilidad del diálogo. Pero le tengo muchísimo respeto a las dificultades propias del escenario, al conocimiento técnico de la dramaturgia, como para creerme con derecho a escribir directamente teatro. Si bien me considero un curioso compulsivo, no me gustaría convertirme en un intruso. Podría, como mucho, colaborar con alguien que tuviera los conocimientos adecuados. Es lo que he hecho alguna vez con guionistas de cine: echar una mano desde el lado del oído y la lectura narrativa.
Escribes el blog Microrréplicas. ¿Qué te motivó a desarrollar este proyecto?
Participar con textos que pudiesen copiarse y pegarse con facilidad. De ahí también el juego de palabras del nombre del blog: alguien que se apropia de la entrada de un blog, la replica y la contesta, le da réplica. Textos muy breves que puedan generar acuerdos o discrepancias más largas.
Concibo el blog como un recipiente flexible para toda forma breve susceptible de ser escrita y leída literariamente. Hay poemas en prosa, microrrelatos, minicolumnas de opinión y otros textos de periodismo ultrabreve que podríamos llamar “micrónicas”. Todas estas formas están relacionadas con el libro Cómo viajar sin ver (Latinoamérica en tránsito), flashes con mis impresiones de un viaje entre 2009 y 2010. Cuando terminé el libro, me quedé con cierta adicción por tomar notas y darle una forma literaria a esos apuntes nómadas.
En La vida en las ventanas comparas la literatura epistolar con el correo electrónico. ¿Cómo crees que influyen los nuevos formatos digitales en la literatura?
Hay algo cortoplacista en plantearse, por ejemplo, el futuro de la poesía, algo que existe desde el principio de la cultura, en función de una red social que, como en el caso de Tuenti, no han durado apenas más de un lustro. Yo creo que este planteamiento no le sirve ni a las redes sociales ni a la literatura.
Yo plantearía la pregunta al revés: ¿Cómo ha influido e influirá la escritura literaria en estos nuevos formatos y redes sociales? Porque el blog, por ejemplo, es una especie de intersección entre escrituras literarias que ya existían (el diario, el columnismo y el álbum decimonónico). Por otro lado, el hecho de que exista Twitter, que te obliga a redactar textos de un máximo de 140 caracteres, sería impensable sin el pensamiento aforístico.
En cuanto a La vida en las ventanas, traté de sortear esa ingenuidad milenarista de “¡Oh, Dios mío! ¿Se podrán escribir novelas iguales después del correo electrónico?”, haciendo que el personaje mandara e-mails. Es una obra sobre este medio y me interesaba reflexionar acerca de si podía existir un nuevo interés por la tradición epistolar y no tanto que el correo electrónico transformara la novela.
Cambiando de tema, en Una vez Argentina se aprecia un velo autobiográfico en la reconstrucción de tu infancia antes de la partida hacia España. ¿Qué te ha incitado a jugar con la autoficción?
Expandir o transgredir los límites del yo autoficcional. Coincidiendo con mi interés por la genealogía de mi familia, empecé a ser muy consciente de que mi memoria era una herencia y que todo recuerdo, en mayor o menor medida, es prestado. Nuestra infancia está compuesta por tenues recuerdos que están llenos de distorsiones, variaciones, adiciones y contradicciones aportadas por otros. Es recordada, principalmente, por nuestros mayores.
La novela se nutre del relato de muchísima gente que entrevisté y de cuyos recuerdos me apropio, dejándole claro al lector que es una memoria en equipo. Por eso, mi nacimiento está narrado en primera persona como si yo lo recordase, pero esa voz es una construcción ficcional.
Además, tú ya estabas en España cuando escribiste la novela, existía una distancia. ¿Crees que la hubieras podido llevar a cabo si hubieras permanecido en Argentina?
Es una pregunta muy bonita que yo mismo me he hecho muchas veces. ¿He escrito Una vez Argentina a pesar de haberme criado en España o porque me he criado en España?
Probablemente no hubiera sentido la necesidad de hacer una labor de rescate de mis raíces familiares si no se hubieran desarraigado. Te desdobla esa distancia con la que los demás contemplan tu lugar de origen y desde la que tú también te acostumbras a contemplar: es un problema, una angustia, un dolor de cabeza. Además, es un ejercicio de punto de vista, una forma de pensamiento y una oportunidad narrativa.
En Una vez Argentina, El viajero del siglo o Hablar solos, las historias se construyen desde un viaje que encuentra consonancia con la reconstrucción de la memoria y de los recuerdos.
Es algo de lo que me he dado cuenta con el tiempo, sucedió de manera inconsciente. Pero al repasarlo y enhebrarlos, hay una constancia: todos –o casi todos– los libros que he tratado de escribir están atravesados por personajes en tránsito que cruzan fronteras, o que se ponen en movimiento, que producen desplazamientos de su ideología y de su identidad.
Si uno lo piensa, también ahonda en las raíces más arcaicas de la literatura porque el viaje iniciático es la forma que adopta la primera poesía y es casi la razón de ser de la literatura oral. Es alguien que te trae la buena nueva o la mala nueva de otro lugar y, cuando tú escuchas esa música, quedas contagiado para siempre de la extranjería que ellos portan. Quizá por eso abrimos libros, para tener más lugares en nuestro lugar.
Lo que estás comentando me recuerda a lo que decías acerca de tu interés por los límites de los géneros. Parece que siempre hay un lado y otro de la frontera…
Ahora que lo dices tú, pienso que sí, que quizás mi manera de habitar los géneros literarios se parezca a la manera que tengo de percibir a mis países, que es como una cierta tendencia fronteriza y de curiosidad inevitable por el otro lado, por la región vecina, ya sea un país, una cultura, un idioma o un género literario contiguo.
En otro pasaje de Una vez Argentina, se puede leer que “Siendo la misma, mi lengua iba a cambiar: extranjera y materna para siempre”. ¿Cuál es tu relación con el castellano?
Igual de desplazada. Si me hubiera tocado emigrar con mi familia a una edad diferente, no tendría ningún conflicto. Siendo un niño sin memoria habría adquirido la lengua cotidiana ibérica sin mayores dudas; si hubiese emigrado a una edad adulta, habría mantenido una base claramente argentina. Pero en la edad escolar en que me tocó emigrar –hice la escuela primaria en una orilla y la secundaria en la otra– mi lenguaje no solo como escritor, sino como individuo, estaba en formación.
Ahora, mientras estoy en Granada, miro un objeto (por ejemplo, un armario) y pienso que se dice “ropero” en Argentina y no deja de resonarme cómo lo llaman en México, “closet”. No sé ya si tengo un “armario”, un “ropero” o un “closet”. Y esta duda un poco tortuosa es mi punto de partida: la sensación de que mi lengua materna se volvió extranjera.
No sé si es enriquecedor, pero es el extraño país lingüístico que me ha tocado habitar.
Esta importancia del lenguaje está en tu libro Barbarismos, donde buscas definiciones alternativas al diccionario.
Me interesó este formato porque me he educado desconfiando de las palabras que empleo. No puedo evitar escucharlas desde mis dos orillas.
Quizás la ocurrencia de escribir un diccionario heterodoxo provenga de esa pequeña tradición en la que está el Diccionario del Diablo de Ambrose Bierce o el Diccionario de lugares comunes de Flaubert, que no son estrictamente diccionarios. El de Bierce es más bien una enciclopedia y el de Flaubert, un cuaderno de apuntes sobre la propia escritura.
Quizás se tendría que llamar Diccionario de dudas, en la línea del Diccionario de dudas y dificultades de la lengua española de Manuel Seco.
Es el título del diccionario de todo escritor, de todo poeta. Creo que los niños, los poetas y los filósofos comparten esta perplejidad. El niño pregunta “¿cómo se llama esto?”; el filósofo pregunta “¿por qué esto se llama así?”; y el poeta quizá diga “¿y esto, para mí, ahora y aquí cómo se llama?”.
Si uno lo piensa, no hay título que defina mejor la labor de un poeta que Diccionario de dudas y dificultades de la lengua. Como la poesía tiene mucho sentido del humor, resulta que su autor se llama Manuel Seco, con lo cual es un nombre que de tanto pensar las dudas y dificultades ha entrado en estado de aridez.
En Barbarismos, ¿cómo fue la elección de los términos a definir? ¿Se trataba de dudas que tenías sobre algunas palabras concretas, de intereses sociales o políticos…?
Por un lado, es un libro impregnado de la temperatura léxica en la que fue escrito. Hay mucho vocabulario que procede de la crisis económica, de debates políticos y de la crisis ideológica de la democracia. Como dice Barbarismos, “Democracia: Ruina griega”.
Por otro lado, hay un léxico íntimo sobre obsesiones más personales. Y luego, hay una tercera fuente: términos relacionados con la literatura y la escritura como una especie de nota a pie de página o al margen de lo escrito. Palabras-problema o palabras-enigma o palabras recurrentes con las que me he topado a lo largo de mi vida.
Eres hijo de músicos y tu relación con la música está presente en los textos. En El viajero del siglo escribes que “el silencio no existe”. ¿Cuando te planteas un personaje adquiere una voz y un tono particular?
Al igual que mis padres, que afinaban sus instrumentos antes de empezar a tocar, yo, que fracasé con estos instrumentos y demostré que era un violinista y un guitarrista de lo más torpe, mantuve la necesidad de afinar al personaje antes de pedir que cantara.
No solamente pienso en el argumento, sino que me importa saber cómo suena el personaje. Hago distintas pruebas de voz y cuando estoy cómodo con ese sonido, entonces, me siento preparado para que el personaje comience a hablar.
Eso es lo bueno de la literatura: ver cómo el punto de partida es dinámico y cómo se va transformando.
¿Y esto se extrapola a enfrentarse a la escritura desde la sonoridad de las palabras?
Sí, claro, porque hay distintos niveles de voces en la escritura. Uno es muy visible, por no decir audible, e inmediato, que es la voz de cada personaje, pero luego está la voz primordial y, para mí es irrenunciable, que es esa voz baja en la que murmuramos lo que vamos escribiendo, cómo le suena al autor su propia prosa.
Tengo la sensación de que la identidad también es una frase que tiene su sintaxis que avanza, se rectifica, se subordina. La identidad no es algo con lo que hablamos, sino que es algo que se va transformando mientras hablamos. O incluso más radicalmente, quizá la identidad sea algo que exista porque hablamos.
Cuando uno lee un texto en lengua extranjera, ¿no te entra la tentación de leerlo en voz alta para aprenderlo mejor, para apreciar el relieve de estas palabras nuevas? Es como si los idiomas extranjeros nos recordaran la difícil oralidad. Me gustaría trasladar esta sensación a mi lengua materna: leer y escribir así, con esa dificultad y esa atención palabra por palabra.
Más que escribir en otro idioma, me interesa trasponer ese asombro, esa incomodidad y esa fascinación de una gramática extranjera a la mía propia. Y eso es otro modo, si te das cuenta, de seguir viajando.